La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Confesiones de tabernero

Asiste hoy a la catástrofe del sector, que asegura que ya estaba herido antes de los días de pandemia

Hubo un tiempo, a finales de los años setenta, en que los restaurantes de nombre en Sevilla eran muy pocos. La oferta se basaba en La Isla, Senra, Jamaica y Enrique Becerra. Río Grande acogía a turistas y vecinos de Los Remedios y La Raza tenía una clientela familiar y basada en los visitantes del Parque de María Luisa y la Plaza de España. No había mucho más. En la barra de aquel Becerra, por cierto, te podías encontrar con Felipe González, o con el alcalde y los concejales después de un Pleno. Se comía y se cenaba mucho más en casa. No hacía falta tanta oferta. En Sevilla hay un veterano de la hostelería que es sencillamente brillante. Al serlo tiene sus seguidores y sus detractores, porque el brillo emite una factura con ambos cargos. Se trata de un empresario de los que de verdad han aportado valor añadido mientras ha ejercido, de los que han pasado por su oficio dejando un gremio mejor, de los que han estudiado siempre cómo mejorar su negocio, de los poquitos que han participado en congresos para estar al día de las tendencias gastronómicas sin perder la carta de siempre, mucho antes de que los gastrobares se multiplicaran como adosados del Aljarafe. Es de los que aprovecharon las vacas gordas de la Expo y también de los que han soportado la crisis de 2008. Estos días, cuando se barrunta una lista de grandes restaurantes caídos por la pandemia, asiste con tristeza a una verdadera catástrofe en el sector donde tantos años fue un verdadero estandarte. "Pues sí, Carlos, un restaurante de calidad se convierte en una víctima propiciatoria si no hay turismo. Y no le echemos la culpa al confinamiento, que no ha sido más que la puntilla. El sector estaba herido de muerte. Yo estoy en pleno proceso de aceptación de mi situación y pienso en muchas cosas y, por supuesto, hago muchas cuentas... inútiles. Ahora que me lo preguntas, recuerdo cuando recién abierto mi restaurante, a principios de los años 80, los impuestos directos, incluidos los seguros sociales, suponían un 11% de la venta. Cuando cerré pasaban del 21%. Tenemos infinitamente más normas y leyes. Antes había inspectores de Sanidad, Consumo, etcétera. Hoy tienes que pagar varios impuestos (indirectos y obligatorios) a empresas de riesgos laborales, de asesorías, de cursos inútiles, etcétera. Y, si hay algún fallo, el responsable eres tú y sólo tú. Estamos atenazados. Gastamos más dinero y energías en fines distintos a los que son los primordiales en un negocio de hostelería. Somos esclavos del sistema. Muchos no abrirán o lo harán con otro concepto. Repaso los sitios donde me gusta ir algunos domingos a comer con mi familia y me pongo muy triste. Colegas que llevan toda una vida dedicada al oficio quedan abandonados a su suerte. Tengo una pena infinita. No hay derecho. No lo hay".

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