Contradicciones

La doblez no es patrimonio de ninguna ideología, puesto que hay fariseos de todos los colores

Que no siempre podamos o sepamos estar a la altura de nuestros principios o valores o como queramos llamarlos, sean estos de la clase que sean, parece cosa natural y demasiado humana, puesto que es la acostumbrada distancia entre los altos e inmaculados ideales y la torpe falibilidad de los comportamientos particulares lo que distingue -de las de los héroes o los santos- nuestras vidas desarregladas y bien poco ejemplares. Nadie es perfecto ni carece de debilidades y el que esté libre de pecado, como dijo para siempre el galileo, que tire la primera piedra. Frente al razonable mandato evangélico, sin embargo, vemos que por todas partes hay, más ahora que ni siquiera hace falta dar la cara, gente presta a apedrear a los infortunados que se ponen a tiro. Un cierto grado de hipocresía, como vieron los moralistas, es un mal menor que en ocasiones puede evitar los derivados de la sinceridad brutal, capaz de provocar daños bastante más graves. Pero no es el deseo de no herir, sino al contrario, lo que lleva a esos individuos hipersensibles a los errores ajenos -y que jamás se preguntan por los propios- a buscar la paja en el ojo del vecino sin apercibirse de la viga en sus lagrimales. Cuando uno de estos airados justicieros, bien representados entre quienes defienden posiciones extremas y muy en particular en la confortable galaxia contestataria, es cogido en falta, asombra el desparpajo con el que afirman, henchidos de autocomplacencia, que todos tenemos contradicciones. La palabra remite al léxico marxista y es de las pocas cosas que han heredado de la izquierda clásica, cuyos antiguos integrantes, no por casualidad comparados con los puritanos, tenían un código de honor que no les permitía asumir de tapadillo las mismas faltas que censuraban en sus adversarios. Semejante doblez, con todo, no es patrimonio exclusivo de ninguna ideología y por ejemplo se ha vuelto habitual oír a políticos de cualquier signo que afirman una cosa y la contraria, no ya semanas o meses después sino el mismo día e incluso a lo largo del mismo discurso. Se nota que no tienen vergüenza y lo peor es que ya ni nos sorprende. Hay, como decimos, fariseos de todos los colores, baste con citar tres especies perfectamente reconocibles: los apologistas de la disidencia que mangonean en los aledaños del poder -las redes clientelares jamás dejan a los suyos en la estacada- y encima dan sermones sobre el compromiso; los cristianos insolidarios que no conocen la compasión ni la piedad, a los que el buen Dios no querrá ver ni en pintura, o esos sedicentes patriotas que aman tanto a su país que prefieren ocultar su fortuna bien lejos de sus fronteras.

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