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La ciudad y los días

carlos / colón

El Cristo de Burgos

NO es fácil pagar la deuda artística, devocional y emocional que Sevilla tiene contraída con los pintores de retablos cerámicos. Les debemos la humanización de lo sagrado y la discreta sacralización de lo cotidiano, una pirueta casi imposible que resulta tan natural como fácil cuando se pasa por una calle o una plaza ahondada, elevada y embellecida por esas ventanas desde la que Dios corteja a Sevilla. Estos días pasados, sin el azulejo de la Esperanza que lo preside desde 1922, el Arco parecía un cíclope ciego. Desde 1912 en la plaza de San Lorenzo, 1918 en San Juan de la Palma, 1921 en San Antonio Abad, 1927 en San Vicente o 1930 en la Cuesta del Rosario, los retablos del Gran Poder, la Amargura, Jesús Nazareno, Jesús de las Penas o el Amor, por citar sólo algunos de los más antiguos, son parte esencial de la ciudad y de nuestras memorias.

Uno de los maestros con los que la ciudad, y todo aquel que la viva sin indiferencia, tiene contraída esta deuda es Antonio Kiernam Flores. Las calles y plazas de Sevilla, y por eso los sevillanos todos, le debemos los retablos de la Virgen de los Reyes en la plaza de su nombre, la Reina de Todos los Santos en calle Feria, las Tres Caídas en San Isidoro, el Señor del Soberano Poder y la Virgen de Regla en Orfila, Buena Muerte en la Anunciación, la Estrella en San Jacinto, la Esperanza de Triana en Pastor y Landero -donde estaba la ventana desde la que le cantaban los presos las saetas que inspiraron a Font de Anta-, la Piedad del Baratillo en el Arenal, la Hiniesta en San Julián o la Esperanza Macarena en la puerta del almacén de maderas de la calle Torres. Hasta el mismísimo Juan Manuel Rodríguez Ojeda le encargó el soberbio retablo de la Esperanza para su casa y taller de Duque Cornejo. Sin ellos estas calles y plazas perderían gran parte de su alma, si no toda, porque serían menos delicada, amable y graciosamente cristianas al modo sevillano.

A esa deuda colectiva sumo una personal: la del retablo del Cristo de Burgos ante cuya imagen se casaron mis padres, pintado el año en el que nací, fuente de miedos infantiles su cielo desgarrado y sobrecogedor, de curiosidad el enigmático paisaje que hace brotar de la aridez de la Tierra Santa la Giralda y las torres de la Catedral de Burgos. Y fuente de consuelo la hermosa y severa imagen del Cristo al que, desde que los he perdido, le rezo por aquellos jóvenes que ante Él se casaron.

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