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la tribuna

Ana M. Carmona Contreras

Crucifijos en las escuelas públicas

EN la reciente sentencia Lautsi contra Italia, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) con sede en Estrasburgo ha dictaminado que la presencia de crucifijos en los colegios públicos de dicho país no viola el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde con sus principios religiosos y filosóficos. De esta manera, la Gran Sala del Tribunal atiende la reclamación interpuesta por el Estado italiano contra una sentencia dictada en primera instancia por dicho órgano judicial con relación al mismo caso y en la que se llegaba precisamente a una solución contraria: los crucifijos vulneran tal derecho y, por lo tanto, han de ser retirados de las aulas. Ahora, esta primera resolución queda anulada y los crucifijos podrán permanecer en las clases. Razona el tribunal que adoptar o no esa decisión es competencia de los estados, quedando amparados por el margen de apreciación discrecional que les asiste a la hora de interpretar y aplicar los derechos contenidos en el Convenio Europeo de Derechos Humanos.

Ni que decir tiene que esta segunda sentencia, como también sucedió con su antecesora, ha levantado una acre polémica en toda Europa, suscitando una profunda división de opiniones polarizada entre dos extremos bien definidos: los que con gran alborozo la interpretan como un triunfo de los valores cristianos (en este caso, católicos) en los que se cimienta la cultura occidental, y aquellos otros que, manifestando su profundo estupor, la consideran un ataque directo al principio de neutralidad que ha de presidir la acción de los estados en materia religiosa. De esta manera, la cuestión del uso de los símbolos religiosos en los espacios públicos vuelve una vez más al primer plano de la actualidad, poniendo de manifiesto la vigencia de un debate que, lejos de agotarse, parece haberse instalado de forma recurrente en las sociedades occidentales.

La intensa carga ideológica que preside esta cuestión no puede ser un obstáculo para acometer una valoración de la sentencia Lautsi en términos estrictamente jurídicos, poniendo de manifiesto las debilidades de las que ésta adolece. Desde tal perspectiva, se constata que el TEDH adopta un criterio interpretativo que gira en torno a dos razonamientos esenciales: por un lado, la "inocuidad" que en términos de adoctrinamiento religioso se atribuye a la presencia de los crucifijos en las aulas. Por otro, el hecho de que el mantenimiento de dicho símbolo no supone una quiebra del deber de neutralidad estatal frente a la diversidad religiosa existente en Italia. Planteada la cuestión en estos términos, la sentencia transita por parajes discursivos más que discutibles: se parte de la premisa de que el crucifijo es un símbolo esencialmente religioso para concluir que está despojado de efectos materiales, al no haberse probado que su presencia en las escuelas públicas italianas haya traído consigo un efecto adoctrinador sobre los alumnos no creyentes o que profesan otros credos religiosos.

Así pues, se formula una afirmación (estamos ante un símbolo religioso) y su contraria (... carente de efectos religiosos). Este interesante oxímoron argumental resulta una herramienta especialmente útil para el TEDH, puesto que le permite llegar a la siguiente consecuencia: atendiendo a la ausencia de efectos religiosos, el derecho de los padres a que sus hijos reciban una educación acorde a sus principios religiosos y filosóficos no resulta vulnerado. El Estado no ha faltado a su deber de neutralidad, respetando toda creencia religiosa y filosófica. Tal aseveración de fondo será posteriormente apuntalada tomando en consideración el carácter mayoritario del catolicismo en el seno de la sociedad italiana y, asimismo, el hecho de que al otorgarle una dimensión preferente en el ámbito educativo el Estado ni incurre en proselitismo ni produce efectos discriminatorios sobre otros credos religiosos, puesto que éstos también están presentes en dicho espacio.

Este modo de razonar resulta muy insatisfactorio al obviar aspectos fundamentales que concurren en la cuestión planteada. En primer lugar, se echa en falta una adecuada valoración del derecho de las minorías, constreñidas a contemplar cotidianamente en los centros educativos públicos (que también se sufragan con sus impuestos) muestras y manifestaciones de un credo que no comparten. En opinión del TEDH tal derecho no se vulnera, dado que estas minorías gozan de la posibilidad de manifestarse al margen de tal omnipresencia institucional. Faltaría más. No repara el Alto Tribunal en que precisamente por ser minoritarios, el deber de neutralidad estatal se torna más exigente, debiéndose preservar un espacio aséptico que respete la sensibilidad y las necesidades de las minorías. Tampoco considera el Tribunal de Estrasburgo que el rechazo hacia tales símbolos se justifica en sí mismo, esto es, por el hecho objetivo de su presencia en las aulas. La óptica desde la que valorar el problema suscitado debería situarse en el plano de la causa que lo genera y no en el de sus efectos. Porque, aun al margen de la constatación de daño efectivo para la sensibilidad de los no católicos, la presencia de crucifijos en las aulas no puede reconducirse al terreno de lo aceptable en términos de neutralidad religiosa del Estado.

Al haber ignorado esta perspectiva, gracias a la sentencia Lautsi, la presencia de signos católicos en los centros escolares públicos ha salido fuertemente reforzado a escala europea. No podemos decir lo mismo con relación al derecho de los no católicos y los no creyentes, que constatan cómo el respeto hacia sus opciones se pliega ante la fuerza de la primacía de un grupo social (el católico practicante) que según una amplia evidencia empírica, es a día de hoy minoría social en gran parte de Europa. Amén.

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