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Cuentos

A lo mejor todos los que aspiren a representarnos tendrían que pasar el examen para obtener la nacionalidad

Los historiadores son los investigadores de las ciencias sociales más abnegados. Antes de dar algo por bueno rastrean, contrastan, comparan, y si son arqueólogos se vuelven locos con el carbono 14 y la precisión exacta de la textura de la piedra Rosetta. Luego, algunos lo cuentan muy bien, son capaces de hacer elipsis incluso y construir un relato asequible para todos. En este momento hay libros y biografías que enganchan más que una novela negra -las tropelías de Iván de Pablos, el inspector de Fernando Repiso, por hablar de un flamante estreno- como el último de José Álvarez Junco. El autor de aquel inolvidable Mater Dolorosa, amigo íntimo del muy añorado Santos Juliá escribe muy bien, libros y artículos. Y se explica divinamente en las entrevistas. En Qué hacer con un pasado sucio hace un retrato exacto, lucido, luminoso, sobre la idea de España que andamos trasteando. Corrijo: la imagen de España que desde la política algunos usan para fijar un retrato y tachar a los que se salen de la fotografía. Álvarez Junco señala con precisión la tendencia fabuladora de ciertas opciones, las que hacen del nacionalismo el eje vertebral de sus discursos y no las propuestas económicas o sociales. Un nacionalismo presuntamente historicista por el que siente especial pasión la derecha reaccionaria. Y no es inocente. Magistralmente señala el autor cómo en nuestro país la reacción - de una nutrida parte del poder, económico, político o militar- ha ejercido de lastre a cualquier intento de modernidad o avance en derechos. Sectores refractarios a los cambios que desde hace tres siglos actúan como rémora en una sociedad que, sin embargo, ha tenido brillantísimas vanguardias. Leyendo estas valientes reflexiones, tan parejas a la del filósofo Emilio Lledó sin ir más lejos, cabe imaginar los berrinches de estos sabios y otros como ellos ante la cantidad de barbaridades que desde ciertas tribunas se dicen sin el menor recato. Como si la ignorancia fuera un grado. Como si aplaudiéramos más la insolencia que el conocimiento. En esta campaña los reaccionarios hablan de volver al "pasado glorioso" y hace no mucho el, brevemente tenido por moderado, alcalde de Madrid habló en un mitin de la resistencia española -sic- ante la invasión musulmana. Como si los godos (Don Pelayo, el caballero inexistente de Ítalo Calvino) no hubieran sido a su vez invasores. Una vez le pregunté a Miguel Ángel del Arco por qué los historiadores no salían en tropel cada vez que algunos políticos retorcieran la Historia y me contestó que si lo hicieran no podrían dedicarse a otra cosa. A lo mejor a todos los que aspiren a representarnos habría que hacerles el mismo examen que han de pasar los que quieren obtener la nacionalidad. Y el que no se sepa Historia, que repita o se dedique a contar cuentos. Aunque ya quisieran tener la decencia de Calleja (el escritor).

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