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La tribuna

Manuel Ruiz Romero

Cultura: la hermana pobre de la crisis

SOMOS muchos los antipatriotas que hablamos con esperanza de la superación de esta crisis. Y, aunque todavía su final es difícil de adivinar, a falta de un mayor conocimiento de su origen, ahora nos preocupan más sus consecuencias presentes y futuras en el conjunto de la sociedad. Los recortes presupuestarios nos afectan formalmente a todos, o mejor, a unos más que a otros, hasta el punto de que no hay ayuntamiento, sea del color que sea, que no vea afectados sus servicios, recursos y posibilidades. Algo que comienza a ser lejano y crónico en esta joven democracia y no por ello poco preocupante.

Vamos por partes. Resulta contradictorio que un gobierno de izquierdas acuda antes al rescate de pérdidas en entidades bancarias que de las cenicientas de la Constitución, que es en lo que se han convertido nuestras corporaciones locales. Por cierto, de entre ellas, no se escucha que las diputaciones estén en crisis y, ahora que nos invade una ola reaccionaria que pretende eliminar jacobinamente el Estado de las Autonomías como uno de los grandes logros de la España del siglo XX, sería un buen momento histórico para cuestionar su engañoso protagonismo, que no hace sino restar proyección política y pública a los ayuntamientos. Va siendo hora de que esta democracia rebaje a las artificiosas entidades provinciales algunas competencias y recursos que suenan ya a decimonónicos, en beneficio de un municipalismo pleno y vital, siempre invocado y, por contra, otras mil veces despreciado.

En todo este crudo panorama institucional que tiene su obvia componenda en la identificación y respeto de la ciudadanía para con la propia democracia, comienzan a trascender datos que manifiestan cómo los primeros recortes presupuestarios comienzan por las delegaciones de Cultura de los municipios. Las actuaciones desde este ámbito de responsabilidad corporativo son mermadas en beneficio de otras áreas más asistenciales, mediáticas o materiales. Alguna de ellas más tangibles, otras más inmediatas e imprescindibles; pero en cualquier caso, muchas de ellas, tan discutibles en su oportunidad como debatible, tópico y subjetivo tiene un recorte que ya parece obligado comenzarlo por los recursos de la acción cultural.

Quiero decir con todo esto que el peligro de un pensamiento totalitario, maniqueo y fácil se esconde tras la crisis que padecemos, y junto a él, el recurso a argumentos o respuestas cómodas políticamente correctas: es decir, tradicionales. Por ello, en tiempo de crisis y obligadas podas presupuestarias sería bueno y estético -y por lo tanto, políticamente incorrecto- limitar tanto el número de asesores como el sueldo a nuestros representantes locales, al menos ponderarlos con el número de habitantes del municipio. O que en aras de un Estado definido como aconfesional, habría que reconsiderar tanta ayuda pública a celebraciones confesionales y a sus ritos públicos, cuando no a los equipos de fútbol, que para eso son sociedades anónimas deportivas.

Del mismo modo, en una comunidad autónoma como la nuestra donde la cultura se mezcla por mor de nuestra singular identidad con las Fiestas -Mayores y menores- resulta necesario replantear -que no limitar- tanta ayuda pública a las mismas. Adivino que no faltará quien alegue que ello daría alas a una reacción capaz de defender la religión católica atacando a la propia democracia; pero, ahora menos que nunca y, particularmente, a este pueblo andaluz, hay que caer en esa simplona y peligrosa equivalencia de que toda fiesta es cultura y que la cultura es siempre fiesta. En cualquier caso, la crisis implica también fiscalizar y evaluar con rigor: verbos cotidianamente marginados de la acción institucional.

Hoy, que nadie es capaz de cuestionar la cultura como derecho indispensable de una sociedad moderna y globalizada; expuesta a numerosos conflictos y amenazas ante un futuro convulso y esperanzador a la vez, resulta harto contradictorio continuar con esta equivocada norma reductora de prácticas culturales argumentadas por una grave crisis. Enterraríamos un importante yacimiento de empleo y condenaríamos a numerosas empresas del sector. Las industrias culturales quedarían convertidas en meros tenderetes artísticos. Que la cultura resulta generadora de empleo y riqueza es incuestionable, dado su impacto directo, indirecto e inducido.

La cultura es un derecho -tanto- como otros que recoge la Constitución. Cualquier recorte es una merma a los valores a los que una sociedad más humana y civilizada debe aspirar. Lo demás es una práctica reaccionaria y peligrosa. Eso sí, con permiso de la SGAE, que tampoco parece que tiene crisis. Sin política no hay democracia, pero sin cultura -queda claro pues-, tampoco.

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