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La reiterada consigna del "aprender a aprender" elimina de la educación la sustancia misma

Perdida la batalla por la pervivencia de las humanidades en los planes de estudio, esperamos ya muy poco de las reformas educativas, que por lo demás nunca han sido entre nosotros el resultado de grandes acuerdos nacionales con vocación duradera, sino un instrumento para que los partidos en el poder impongan sus prejuicios ideológicos durante el tiempo que permanezcan al mando. Da hasta pereza sumergirse en la oscura y artificiosa jerga, cada vez más esotérica e indescifrable, con la que los pedagogos de turno maltratan el castellano, usando de un lenguaje retorcido que constituye la mejor prueba de la confusión que padecen los redactores. España, ha afirmado la suficiente ministra del ramo, refiriéndose a su proyecto de nuevo currículo para las enseñanzas primaria y secundaria, "necesita ciudadanos dotados de competencias multifacéticas, interdisciplinares e integradas", objetivo un tanto impreciso en el que se diría que lo que sobra son los conocimientos. Así lo sugiere uno de los expertos consultados: "Lo importante no es saber mucho, sino saber lo que se sabe y lo que no se sabe. Y, sobre todo, tener herramientas para poder aprender lo que no se sabe cuando se tenga la necesidad de saberlo", dice el hombre, en un notable ejercicio de grouchomarxismo que abunda en la consigna, todo un clásico de la moderna pedagogía, del "aprender a aprender", con la que de hecho se elimina de la educación la sustancia misma. No ignora la ministra, en cuyo brillante historial académico se suman la condición de catedrática y tres licenciaturas, que sin el arduo "aprendizaje memorístico y acumulativo" -palabras casi tenebrosas, que para estas almas sensibles remiten a un mundo felizmente periclitado, lejos de los "retos y desafíos" del siglo XXI- es poco probable que los alumnos puedan aprender la tabla de multiplicar, el sistema periódico o las declinaciones latinas, por poner un ejemplo extemporáneo, pero en nuestros días, ya se sabe, conviene minimizar el impacto traumático de semejantes esfuerzos, separando los contenidos "básicos" de los "deseables". Es decir, los que no serán evaluados o tendrán que adquirirse al margen de la enseñanza pública. Y con esto llegamos al quid de la cuestión, que una vez más pone en evidencia la falacia progresista. ¿Creen de verdad en el ministerio que lo que llaman, sin duda con excesivo optimismo, "modelo enciclopédico" vigente, penaliza a los más desfavorecidos? ¿Es bajar el nivel o el número de los conocimientos la mejor forma de combatir el fracaso escolar? Por este camino, que llevamos muy avanzado, sólo los hijos de las clases pudientes podrán tener una formación que merezca ese nombre.

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