ESCRIBO esto sin haber visto el debate electoral entre Zapatero y Rajoy, aunque me pregunto si es necesario ver un debate político que será cronometrado por unos árbitros de baloncesto. Ya puestos, uno exigiría que también hubiera animadoras en el debate (no creo que faltasen las voluntarias, o los voluntarios, si se tuvieran que aplicar las reglas de la paridad). Por lo que he leído, los gabinetes de los dos candidatos se han pasado semanas enteras negociando los colores del decorado, e incluso se ha buscado un moderador que fuera "neutral", cuando todos sabemos que "neutral", para los políticos actuales, sólo significa "adicto". Ningún político actual, me temo, está en condiciones de apreciar la neutralidad o la objetividad. Más bien la teme tanto como un dolor de muelas.

Todo esto es bastante triste, porque demuestra la escasa confianza que tienen los candidatos en su capacidad de argumentación. Por eso suelen usar una montaña de datos que no interesan a nadie, que además explican con un lenguaje críptico y confuso -la "neolengua" de Orwell- que está pensado para ocultar lo que se dice, o mejor dicho, para decir cualquier cosa que en el fondo no signifique nada. Da igual lo que digan, porque en el fondo sólo buscan las sonrisas y los gestos que hagan pensar al público que está viendo aquellas auras de oro que los artesanos antiguos pintaban alrededor de las cabezas de los santos.

Estos días estoy leyendo Expiación, la admirable novela de Ian McEwan que narra en su segunda parte la retirada británica de Dunkerque. En aquellos meses de la primavera de 1940, después de la caída de Francia, Inglaterra tuvo que combatir sola contra Hitler. Una gran parte de la población, desmoralizada por la derrota en Francia y por la perspectiva de una guerra larga y cruenta que era muy difícil ganar, era proclive a un acuerdo de paz con Hitler. Nada hubiera sido más fácil para los políticos de aquel momento que pactar una rendición que podrían haber hecho pasar con facilidad por un acuerdo honroso que favorecía a las dos partes. Pero hubo un hombre, Winston Churchill, que no quiso dejarse llevar por el desánimo. En vez de aceptar la derrota, gritó a sus compatriotas que tenían que afrontar una dura batalla de la que ninguno de ellos iba a poder librarse. En vez de buscar asesores y fotógrafos, en vez de medir la duración de sus discursos con un cronómetro, entró en los estudios de la BBC con un solo mensaje: "Nos costará sangre, sudor y lágrimas, pero si nos invaden, los echaremos al mar". A veces, en los momentos de desánimo, me pongo este discurso (está colgado en la red) y me pregunto qué político en España sería capaz de decir algo así. Y como es natural, no me tomo la molestia de contestarme.

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