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ME dan envidia los aficionados al deporte televisado. Porque si ellos disfrutan sus partidos de fútbol, sus carreras de motos y de Fórmula 1 como aparentan que lo hacen, y no parece que haya ni un ápice de impostura en sus manifestaciones de entusiasmo, en su entrega fiel a la causa, está muy claro que me estoy perdiendo mucho, mucho. Numerosos instantes de felicidad, innumerables momentos de catarsis compartida. Cada semana, cada día. Percibo que me estoy perdiendo algo importante a cada instante. El fútbol socializa mucho y con facilidad. Te aproxima a tus iguales. Las victorias y las derrotas generan vínculos. Un lenguaje común, no verbal, que me es completamente ajeno. En el caso de las motos, vivo todo ese ecosistema con tanta frialdad, que se me antoja disparatado que cada Telediario de un sábado o un domingo, al llegar su minuto cincuenta, aunque se esté acabando el mundo, me cuente con pelos y señales las peripecias de los que rugen sobre las pistas. Algo que puede sonar impertinente cuando hace sólo cinco días falleció uno de ellos.

Digo todo esto porque he vivido este umbral de felicidad gracias a una afición, a una pasión compartida compartida, en estos días de Seminci en Valladolid. He acudido a la liturgia de un teatro Calderón abarrotado a las nueve de la mañana, donde un público respetuoso y culto, en comunión, en común unión, ha saludado las obras presentadas a concurso. Algunas, como la estupenda Habemus Papam, en una copia digital que no se podía ver y escuchar mejor. Qué enorme Michel Piccoli. En italiano.

Si los del fútbol viven con esta intensidad lo que yo he estoy viviendo estos días, es que de verdad me estoy perdiendo mucho con tanto deporte que forma una catarata diaria en la televisión.

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