las claves

pilar Cernuda

Descrédito político en el 6-D

Demoledor. Los datos del último barómetro del CIS instalan a la clase política alejada de los ciudadanos, que les dan la espalda con la corrupción como causa principal del desafecto

EL pasado miércoles el barómetro del CIS indicaba que los españoles consideran que el principal problema es el paro, seguido de la corrupción, la economía y los políticos. Un resultado demoledor para la clase política, que sin embargo no parece darse cuenta del descrédito que sufre desde hace varios años.

Esta semana en la que España ha conmemorado el 35 aniversario de la Constitución, las Cortes celebraron su tradicional jornada de puertas abiertas sin que se produjeran siquiera dos o tres metros de cola, indicio de que los ciudadanos dan la espalda a quienes dirigen el país desde sus cámaras parlamentarias. Datos que deberían ser tenidos en cuenta por una clase política que ha dado motivos sobrados para el desafecto. Aunque también hay que recoger que en esta animadversión generalizada hacia los políticos han tenido papel importante un cúmulo de noticias sobre sus salarios y privilegios que no se corresponden con la realidad. Al menos en el Gobierno los sueldos significan en la mayoría de los casos que el presidente y los ministros ganan menos en sus cargos públicos que en su actividad privada, y por otra parte los salarios de los diputados y senadores se encuentran entre los más bajos de Europa. Aunque también es cierto que si un puñado de senadores y diputados trabajan a fondo, incluso a destajo, para ganarse ese salario, otros en cambio no hacen el menor esfuerzo para merecerlo sino todo lo contrario. Sin embargo, en una España que sufre la crisis económica más grave desde la guerra civil, con más del 26 por ciento de paro, cualquier salario público, por ajustado que sea, parece exagerado, sobre todo cuando el que recibe ese salario no da la talla en la realización de su trabajo.

Por otra parte, frente a los salarios de los cargos de mayor relevancia, aparecen los excesivamente altos de cargos municipales y autonómicos, que hasta ahora han fijado sus sueldos sin control, lo que acabará en cuanto se apruebe la reforma de las Administraciones Públicas, que cumple su tramitación en el Senado y se empezará a aplicar en pocos meses. Fija salarios en función de la población, limita los cargos y a través de la Ley de Transparencia recientemente aprobada obligará a hacer públicas todas las cuentas, adjudicaciones y contrataciones. No es normal por ejemplo que la mayoría de los alcaldes de las grandes ciudades ganen mucho más que el presidente del Gobierno, o que asesores de los concejales madrileños más que un ministro.

Entre las razones por las que la clase política ha sufrido un deterioro brutal de su imagen se encuentran las relacionadas precisamente con la generosidad con que se contrata a personas afines, familiares y militantes del partido, para puestos bien remunerados que en la casi totalidad de los casos podían ser cubiertos por funcionarios mejor preparados y que sin embargo cobran sueldos muy inferiores al del recién llegado, que casi siempre dedica más tiempo a su trabajo político que a gestionar con eficacia el departamento al que ha sido digitalmente asignado.

Pero más que los salarios y la proliferación de contrataciones a dedo, que también, la causa fundamental del descrédito que existe hacia la clase política actual es sin duda el bajo nivel de preparación de la mayoría de los representantes públicos. Ninguno de ellos, quizá con la excepción de media docena de personas, resiste la comparación con los que construyeron la España democrática en los tiempos de la Transición. Falta curriculum, trayectoria, generosidad, dedicación y sentido del Estado. No digamos ya patriotismo, que incluso es un concepto desvalorizado que se considera retrógrado, caduco.

En la España actual prima el servilismo sobre los méritos, suba más arriba quien mejor obedece que quien aporta las mejores ideas o defiende el mejor proyecto. Han llegado a puestos muy altos personas sin oficio ni beneficio, que jamás habían realizado un trabajo fuera del partido en el que militaban desde jóvenes porque consideraban que esa militancia era más fructífera que cualquier tipo de estudios o formación, y que precisamente por no contar con un bagaje cultural y personal sólidos eran capaces de cualquier bajeza, incluida la traición, con tal de continuar en política. Porque fuera de ella, en su caso, no había salvación. De esa amanera la mediocridad ha ido esparciéndose como la marabunta, hasta el punto de que incluso se ha considerado un mérito: se trataba de identificar la mediocridad con la lealtad, y hemos visto cómo han sido catapultados hacia lo más alto personajes de los que se decía que habían demostrado gran lealtad a las siglas de su partido y a sus dirigentes cuando lo que caracterizaba a su trayectoria era el silencio permanente porque no tenían una sola idea que aportar.

En ese escenario que encabrita a quienes recuerdan los muchos momentos de grandeza que se dieron en la Transición, como encabrita a quienes a duras penas tratan de salir adelante en estos tiempos amargos mientras ven cómo medran los que no tienen nada en su haber de lo que sentirse orgulloso, aparece un elemento que si siempre ha estado ahí, nunca ha aparecido con tanta fuerza e incluso desfachatez como ahora: la corrupción. Que afecta a todos los partidos, incluso a lo que presumen de limpios, porque no hay más que preguntar en los ayuntamientos en los que se han formado gobiernos de coalición con partidos minoritarios para que aparezcan ejemplos que sonrojarían a quienes dan lecciones de pulcritud pero no vigilan suficientemente a los suyos. Este jueves pasado, se han producido siete sentencias judiciales relacionadas todas ellas con casos de corrupción política. Y no hay día, casi no hay hora, en el que no aparezca alguna novedad sobre casos que han impregnado la vida pública española en los últimos años: Gürtel, Nóos, Bárcenas, ERE, facturas falsas de UGT, Palma Arena, Campeón… la lista de la vergüenza llevada a sus extremos.

El deterioro de la imagen de los políticos cuenta además con un ingrediente añadido del que ellos son los principales responsables: la falta de confianza en la Justicia, la falta de confianza en los órganos que deben hacer justicia. Muy relacionada con la formas en que se eligen los miembros de las instituciones judiciales, donde ningún partido ha cumplido su promesa de trabajar para que la sospecha de politización desaparezca para siempre. Al contrario, cuando han podido, han negociado para tratar de colocar a los afines, como ha ocurrido con los recién designados miembros del Consejo General del Poder Judicial.

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