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Antonio brea

Historiador

Don Tancredo

La tauromaquia no siempre ha respondido a los cánones estéticos actuales

Una de las primeras experiencias vitales de Jesús Vargas y Osuna consistió en presenciar la cogida mortal de un don Tancredo en la plaza de la Maestranza. Episodio ficticio, dado que aquel niño era uno de los sugestivos productos de la creatividad literaria de ese elegante escritor llamado Manuel Halcón, a quien dediqué, hace meses, otras líneas en estas páginas. Un infante que al crecer se convertiría en protagonista absoluto de la novela Los Dueñas y posteriormente, en su secuela Monólogo de una mujer fría, en fiel amante del personaje central, Anita Peñalver.

No hay invención, en cambio, acerca de la triste realidad que supuso esa patética suerte taurina, seguramente conocida en primera persona por el autor sevillano, en la que un desgraciado aguardaba en los medios la salida del toro, subido en una peana mientras semejaba ser una estatua. En relación a esto, es preciso recordar que la tauromaquia no siempre ha respondido a los cánones estéticos valorados por sus actuales aficionados, derivados en gran parte de la revolucionaria forma de plantarse ante los astados de nuestro paisano Juan Belmonte.

Así, en la evolución del festejo a lo largo de la pasada centuria, quedaron en el camino, afortunadamente y junto a la antigua forma de torear con mayor movimiento de los pies, barbaridades como la que impresionó al pequeño Vargas. Y otras como las banderillas de fogueo o la ausencia de protección de los caballos de los picadores, muchos de los cuales murieron destripados en los ruedos antes de que se generalizara la costumbre de vestirlos con un pesado peto.

En mi caso particular, nunca he sentido verdadera pasión por la Fiesta, si bien disfruté de ella frecuentemente durante mi juventud, tanto en el coso del Baratillo como en otros de las provincias limítrofes de Huelva, Málaga y Cádiz. Acudía en un acto consciente de reivindicación casticista y por la valoración objetiva de la belleza propia de un ritual público a un tiempo fascinante y trágico, incomprensible en otros entornos culturales.

Hace ya bastantes años de la última ocasión, quizás porque conforme uno madura se vuelve más selectivo a la hora de invertir los cada vez menos momentos de ocio que nos restan en el inexorable viaje a lo desconocido. De hecho, un espectáculo tan dispar y nada ibérico como el baloncesto se encuentra también entre las víctimas de esa desidia que experimento hacia algunas de mis aficiones juveniles.

En el recuerdo más íntimo y sin descartar por completo que algún día vuelvan a repetirse, quedan tardes inolvidables como la de aquel domingo de Resurrección en el que compartí con una adorable amiga cómo Curro Romero nos levantó de los asientos con su magia a todos los ocupantes de los tendidos, palcos y gradas ubicados en el Paseo de Colón. Si no me traiciona la memoria, un trofeo cortó el diestro de Camas. Y hubieran sido dos de haber acertado en el manejo de los aceros, que tantos disgustos le dio en su carrera. Al margen de Dios, ni siquiera un genio alcanza la perfección.

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