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Carlos Colón

Doña Esperanza Albarrán

MAÑANA a las 19:30 se presentará en la Casa de la Provincia el libro Homenaje a la profesora Esperanza Albarrán, merecido reconocimiento a la querida, recordada y admirada catedrática de Griego del Instituto San Isidoro entre 1961 y 1998. El delicado volumen está encuadernado con un entelado verde claro, tal vez en alusión al nombre de la homenajeada, tal vez para hacer justicia a lo que sus autores, el catedrático de Filología Griega Antonio Melero y el crítico literario y compañero Ignacio F. Garmendia, y la propia doña Esperanza, de la que se incluye su emocionado, emocionante y divertido discurso de despedida tras su jubilación, dicen en sus páginas sobre la educación, en general, y sobre la enseñanza de las lenguas clásicas, en particular.

Porque cuando se habla de los problemas que afectan a la enseñanza, incluso en estos momentos en los que todo induce al desánimo, es imprescindible mantener la esperanza si no se quiere convertir la protesta en queja, incurriendo en ese pesimismo de los malos profesores que justifican su pereza o encubren su fracaso en los males del sistema y lo oscuro de los tiempos. La esperanza es al profesor lo que la verificación a la ciencia: lo que justifica la verdad de sus hipótesis (en el caso del profesor la verdad de su vocación). Un profesor desesperanzado es un mal enseñante. Puede estar cansado, harto, desanimado. Pero cada vez que se sitúe ante sus alumnos debe estar poseído por la esperanza de que la autoexigencia, el conocimiento y la reflexión les hagan mejores.

Por eso su jubilación no es rendición y su protesta no es queja, aunque la de doña Esperanza fue una "jubilación con ira" porque "no quiero ser copartícipe de un sistema al que, lamentándolo profundamente, auguro malos resultados"; y porque le duele que el bajo nivel de la enseñanza obligatoria prive de su única oportunidad a quienes, por tener menor nivel económico y cultural, más necesitarían una formación sólida, profunda y exigente.

Ha ofrecido sus saberes a cuantos quieran consultarla, trabaja en la catalogación del archivo histórico de "su" Instituto y se despidió animando a sus compañeros y alumnos a "que no os resignéis, a que luchéis cuando creáis que algo no va bien, porque 'las leyes de la ciudad deben ser respetadas, pero los ciudadanos tenemos la obligación, si nos parecen injustas, de intentar modificarlas". Por eso, como buen alumno suyo, escribe Ignacio F. Garmendia: "Más allá del desastre de los planes de enseñanza está lo que llamaríamos el factor humano. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos […], pero mientras existan profesores como Esperanza no todo estará perdido".

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