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NO me extraña que cada vez se consuman más psicofármacos. Nos resulta difícil aceptar las cosas tal y como vienen, y por eso dormimos mal o sufrimos frecuentes crisis de ansiedad o episodios recurrentes de angustia. Incluso ahora, en verano, cualquier farmacéutico sabe la cantidad de ansiolíticos que se venden en las playas. Y es fácil adivinar por qué. Nuestros abuelos sabían que la vida era difícil y que en cualquier momento se podían torcer las cosas. Su vida no era muy diferente de la vida que se describía en la Biblia. Estaban acostumbrados a los reveses de fortuna, las desgracias familiares, los cataclismos, las epidemias o incluso las guerras. Sabían que todo eso formaba parte de la vida, y que las personas afortunadas eran aquéllas que vivían sólo una pequeña porción de la aflicción general que le estaba reservada al ser humano. Las demás tenían que conformarse con la carga habitual de infortunios y desdichas.

Pero nosotros estamos acostumbrados a vivir en un estado permanente de seguridad. Y si algo altera esa sensación de que todo está en orden, o si de pronto nos asalta la sospecha de que nuestra vida no discurre como nos gustaría que discurriera (o mejor dicho, como nosotros creemos que debería discurrir), en seguida nos venimos abajo y empezamos a sentir un insoportable desasosiego que se apodera de nosotros y que no nos deja en paz en ningún momento. Y entonces no nos queda más remedio que recurrir a la medicación, a esos psicofármacos que nos ayudan a dormir o a reconciliarnos con todos los aspectos de nuestra vida que no conseguimos aceptar o explicarnos.

Por alguna razón estamos convencidos de que tenemos derecho a ser felices. Ser feliz era una meta que ninguna persona en su sano juicio se proponía hace cincuenta o sesenta años. La vida consistía en trabajo y en sacrificios, en ahorro y en mortificación. Por fortuna todo eso cambió en los años sesenta, cuando en los países desarrollados se extendió la creencia de que la vida consistía también en el hedonismo y en la felicidad. Pero el reverso de aquella creencia, que en su momento fue beneficiosa para todos, es que ahora nos vemos incapacitados para aceptar cualquier atisbo de adversidad. Queremos ser felices al cien por cien, sin un solo momento de desaliento o de duda, sin una sola grieta en nuestra dieta cotidiana de felicidad. Y eso, como es natural, es imposible. Existen los problemas laborales, las crisis sentimentales, las molestias de la vida en común. Existen las decepciones. Existen las enfermedades. Existe la soledad. Y como no nos vemos capaces de enfrentarnos a todas esas amenazas, acabamos consumiendo más y más cantidades de psicofármacos. Incluso ahora, en plenas vacaciones de verano.

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