Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

Elogio de la nostalgia

No ha hecho un año de la sorda acometida de la bestia coronavirus, y ya comenzamos a sentir melancolía

Ayer, en uno de esos alargues del telediario del almuerzo, un programa sobre el modista Elio Berhanyer, fallecido el año pasado con noventa años, nos muestra un profundo acceso de melancolía de un hombre en sus plenos cabales, aunque ya bien entrado en su invierno. Con la voz entrecortada, de forma sincera y abatida, confiesa cuánto extraña a su padre, al que perdió a los siete años: "Es el gran amor de mi vida". Me conmueve cómo aquella pérdida de la que, por edad, no puede haber generado más que un par de recuerdos remodelados por la ausencia macerada en el tiempo, creó una herida que nunca cicatrizó, a pesar de haber tenido dos hijos. La nostalgia, que tan mala prensa tiene en la gente que adora la superficialidad como forma de rodar cual barril por la vida, puede ser puntual, y no crónica: nada crónico es aconsejable. Es pariente de la melancolía, y permitirse un rato con esas dos primas puede resultar reconfortante y reparador del alma. Una forma de conectarnos a la inmortalidad, de desafiar al pasado.

Hay una melancolía no tan de Jorge Manrique, que cantó hace cinco siglos su pena huérfana en una coplas rotundas, y que nos hace añorar el Apiretal y el Dalsy cuando los hijos crecen, o que nos lleva a admirar y echar de menos a Santiago Carrillo o Julio Anguita, al siempre deslenguado -e inmensamente preciso- Alfonso Guerra; a Fraga, y especialmente a Rajoy (desenfunden los sectarios, pitas, pitas). El tiempo es un bálsamo indulgente que disipa el dolor, aunque el dolor del abandonado Elio no hizo sino ser más profundo con la cercanía de su propio adiós. Es curioso cómo quienes hicimos el servicio militar obligatorio, en general, no conservemos sino buenos recuerdos de ese periodo de formación en la importancia de lo común y lo escaso, de la autoridad -sí- y de la camaradería. Y sin duda uno hubiera querido que pasara de sí aquel cáliz cada día de su mili.

La vida es una mili, es un camino de rosas y sus espinas. Ahora afrontamos un cambio de forma de vida debido a un ataque vírico planetario que castiga sin piedad y descasta a las cohortes de mayor edad. No ha hecho un año desde la sorda acometida de la bestia llamada coronavirus, y ya comenzamos a sentir nostalgia y cierta promesa de melancolía por una forma de vida que es cosa del pasado, y no uno remoto como la muerte de un padre en tu inocencia y tu niñez. Debemos convivir con el recuerdo, que sin duda mitificaremos, como a una mili, un país ilusionado tras una dictadura, un amor que en realidad nos hizo sufrir, un padre muerto prematuramente, cuyos recuerdos son, al cabo, ilusiones.

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