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rafael / sánchez Saus

La España disgregada

Esta breve Mesopotamia entre los dos ríos secos de la investidura puede servirnos para una reflexión que no recurra al mero "haz lo que no quieres hacer porque todos -o algunos, o quizá nadie, que diría don Mariano- te lo piden", que es lo principal del argumentario con que se desea forzar la voluntad de Pedro Sánchez.

La situación que atravesamos parece la consecuencia, ya al más alto nivel político e institucional, de la consagración del principio de que esta sociedad y este país cuanto más pluralista, diverso y heterogéneo, tanto mejor. Continuamente se nos incita a recrearnos en la idea de que ello genera una mayor riqueza social y humana, pero se nos oculta que la consecuencia natural de la creciente heterogeneidad es la dificultad para encontrar elementos comunes que garanticen la existencia de un zócalo social suficiente para el mantenimiento del inmenso aparato político, fiscal y administrativo que supone un Estado como el que tenemos. No hace mucho tiempo aún, España era un país de rasgos quizá bastante simples, pero de una envidiable unidad administrativa, cultural, religiosa, étnica y hasta económica, dentro de las naturales diferencias. Ello se expresaba en unas potentes clases medias en las que esa unidad poseía carácter aún más firme. Y esa fue la base para la implantación de la única democracia posible, en la que existen discrepancias de opinión, pero no incompatibilidades ni abismos.

Hoy, después de décadas de erosión de aquel zócalo social, España es un conglomerado de modelos de vida e intereses contrapuestos, de disputas ideológicas de fondo que se manifiestan acremente a la menor ocasión. La España diversa y disgregada será cada vez más difícil de gestionar por unos políticos empeñados durante décadas en favorecer esa fragmentación mediante la ruina de los lazos que trababan a las mayorías sociales. La torpe promoción de la ideología de género y de los desatinos del lobby LGTB es la última muestra de un catálogo inagotable de errores.

En esta tesitura, cada nueva elección no hará sino dificultar las cosas. El gran Gómez Dávila vio claramente que "el mecanismo electoral no es sedante de las discrepancias ciudadanas, sino estimulante peligroso. El mecanismo polariza en contrastes abruptos la gama de diferencias entretejidas e imbricadas". En suma, el sistema empieza a recoger lo que ha sembrado a manos llenas.

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