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Visto y Oído

Antonio / Sempere

España real

QUÉ quieren que les diga. Me gusta Masterchef, entre otras cosas, porque me creo a quienes participan en su casting. Me reconozco en ellos. Identifico a mis conciudadanos en estos miles de aspirantes. Mi España, o por lo menos la España que asumo y con la que cohabito bien, es la de la vegana que llora de emoción cuando supera el reto de comerse un animal al que ama, la del funerario curtido en mil batallas, la de esa señora de 71 años que lleva 48 de casada y sigue queriendo como el primer día, la del niño de Huesca estudiante de Historia del Arte, o la del padre y el hijo de Badajoz que, sin necesidad de contar con fotogenia alguna, estuvieron entre los 50 elegidos.

Por supuesto que sé que los habitantes que pueblan las casas de Gran Hermano y Mujeres, hombres y viceversa también son España, y una parte nada desdeñable. Por supuesto que España es ese retrato de bar chusco donde, a la hora de un partido, y aun sin partido, todos gritan. Entre un montón de desperdicios y serrín a los pies de la barra. Tantas aristas tiene España.

Pero tal y como me ocurrió hace un año, en la primera entrega de Masterchef, la menos vista de la temporada, me reconocí en ese casting. Sentí cercanas a muchas de las decenas de aspirantes y a sus familiares. Podían ser mi gente. O incluso me gustaría que fueran gente cercana. Ya lo confesé hace justo un año, cuando despegó este programa: su mejor activo son sus concursantes. El trabajo de edición y postproducción del episodio piloto fue modélico (impagable el juego de guión con la repesca de la entrañable Churra, un puntal en la edición). Masterchef volverá a arrasar.

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