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Tribuna Económica

gumersindo / Ruiz

Ética y economía en la inmigración

EN el debate sobre la inmigración encontramos cuatro perfiles de personas que buscan residir en un país: los ricos y famosos, a los que -como ocurre en España para la adquisición de una vivienda cara o deuda pública- en general se intenta atraer; los desplazados por guerras y conflictos, por motivos sociales o políticos; los que vienen a trabajar en ocupaciones poco productivas; y los cualificados, que cubren necesidades de las empresas no satisfechas por los nacionales.

La inmigración presenta hoy dilemas y discusiones, tanto si es legal como ilegal. La ilegal tiene sólo dos planteamientos: buscar soluciones en el país de origen de los inmigrantes, y un protocolo claro y estricto respecto a las fronteras, evitando crear expectativas en los inmigrantes, que alientan grupos sin escrúpulos que organizan el tráfico de personas. Una vez dentro del país, hay únicamente otras dos opciones: o la integración laboral, o la deportación; la imposibilidad material de esto último, cuando se trata de un número considerable de personas, se está poniendo estos días de manifiesto en Estados Unidos, y lo mismo ocurrió en España en los años anteriores a la crisis. Entonces, la ilusión de la burbuja inmobiliaria y de los servicios, hizo que la población extranjera pasara de 100.000 a más de 700.000 personas en Andalucía, y de un millón a más de cinco y medio en España. Otros países, como Japón y Corea del Sur, no sin polémica, difícilmente reconocen como nacionales a los trabajadores extranjeros.

Aparte del asilo político, el derecho a residir en un país es fundamentalmente un derecho a trabajar. Este derecho de libre circulación para el trabajo y sus beneficios sociales, hay que plantearlo en el ámbito de la Unión Europea. Y nos afecta especialmente porque somos un país con necesidad de emigrar, dado que nuestra economía no va a absorber en años un 24% de paro, y diez puntos más en Andalucía. Uno de los argumentos para la inmigración es el rejuvenecimiento de la población, y España es, después de Japón, el segundo país con la población más envejecida del mundo; pero este problema depende de la creación de empleo, que incluso influyen en la tasa de natalidad, como puede verse en Andalucía, donde empezaba a repuntar, y vuelve a caer con la crisis y el paro.

Dentro de la Unión Europea se discuten los derechos sociales no laborales de los trabajadores no nacionales, europeos y no europeos, en un intento, que tiene una base razonable, de vincularlos a tener un trabajo, u opción a trabajar. La Unión tiene una fuerza laboral de 243 millones de personas, de las cuales 217 trabajan y 26 están en paro y, unos once millones más tienen características de parados. Detrás de estas cifras hay una realidad compleja, donde, por ejemplo, puede verse que en España los económicamente activos no nacionales, pero de la Unión Europea, tienen menos paro que la media española, lo que indica que están bien integrados laboralmente. Aquí, en la creación de empleo en Europa y para Europa, como prioridad política, y en una integración justa del estado de bienestar, es donde está una de las claves de la política de inmigración europea.

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