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Sine die

Ismael / Yebra

La Europa del café

SI existe una institución que haya hecho por la cultura europea y haya sido testigo de sus debates y progresos, sin duda, es el café. Este establecimiento hostelero, anterior al Parlamento Europeo y a muchas de las cámaras nacionales, fue el espacio en el que se conversó, se debatió, se conspiró y se escribió gran parte de la historia de nuestra cultura occidental. En las charlas y tertulias de café se jugaba y se aprendía a ser escritor, se afianzaban relaciones interpersonales de forma directa y se veía pasar la vida reflejada en sus vetustos espejos o a través de acristaladas ventanas que permitían ver la calle entre amarillentos visillos, todo ello patinado por el humo del tabaco.

La imagen de los viejos cafés estará asociada para siempre a las tertulias literarias como el Gijón de Madrid, a la literatura de la posguerra representada en La colmena, a la obra de Stefan Zweig y su Mendel el de los libros, a la decadencia austrohúngara de Sándor Márais, al París de los impresionistas, al Londres victoriano. Desayunar en un café leyendo un diario en papel, pasar la tarde en una de sus mesas repasando unas notas, escribiendo versos o simplemente dejando pasar el tiempo, son placeres a los que ningún europeo medianamente sensato debería estar dispuesto a renunciar.

Como la ignorancia, sólo a veces, se cura viajando, basta alejarse de la placenta hispalense para ver cómo la mayoría de las ciudades históricas conservan estos establecimientos como un bien cultural protegido por la legislación. Los clásicos Florian y Quadri de Venecia, el de la Paix de París, el Majestic de Oporto, A Brasileira de Lisboa, el Slavia de Praga o el Royalty de Cádiz, son buenos ejemplos.

Nada de eso queda en Sevilla. Nuestra ciudad, empeñada desde hace tiempo en suicidarse afectada por el más absurdo narcisismo, no ha sido capaz de conservar ninguno de estos establecimientos que poblaban el centro histórico. De la cultura del café y la tertulia reposada hemos pasado a la chabacana de la calle y las plazas repletas de veladores invadiendo el espacio público. El sosiego, la mesura y la conversación relajada han sido sustituidos por los chirriantes sones de guitarras desvencijadas y los pedigüeños profesionales. Un ambiente ordinario en un escenario cada día más vulgar, indigno de una ciudad cargada de historia que se enquista en sí misma y se ahoga en su propio tópico.

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