Tribuna

Ignacio Asenjo

Europa, entre pragmatismo e idealismo

LA construcción europea es un proceso tan complejo que admite a la vez interpretaciones prácticamente opuestas. Es una obra guiada por el idealismo, por la voluntad de imponer la fraternidad entre los pueblos sobre las sangrientas rivalidades del pasado, del mismo modo que aspira a construir una nueva concepción del Estado, transnacional, basado en el diálogo, en la técnica y en la razón, no en los mitos oscuros ni en las fronteras dibujadas por los agravios enfrentados.

Al mismo tiempo, la construcción europea es también un sobrio ejercicio de pragmatismo. Se trata de abrir mercados para generar riqueza, de eliminar trabas a la circulación de mercancías, de establecer normas comunes para evitar discriminaciones, de poner en común, en manos de fríos tecnócratas, aquellas políticas que son más eficaces al nivel europeo.

La creación de la moneda única, que en su momento aplaudimos todos y que vemos hoy como un gravísimo error, refleja esa ambigüedad. Hay que recordar que el Euro no fue un capricho. Europa estaba harta de las crisis monetarias que generó la creación del sistema de libre flotación de monedas en 1971, una decisión unilateral de Estados Unidos. Las monedas europeas se vieron súbitamente expuestas a ataques especulativos, sometidas a fluctuaciones permanentes que generaban una enorme inestabilidad. Se probaron varias soluciones, como la Serpiente Monetaria Europea, que limitaban las oscilaciones entre las monedas comunitarias, pero el mal de la inestabilidad monetaria persistía.

Por tanto, la creación de la moneda única era un modo de encontrar una salida pragmática a un problema que estaba minando el potencial económico europeo. Pero, al mismo tiempo, fue también un capricho. Era un fenomenal símbolo de la integración, al que François Mitterrand, gran amante de los gestos políticos, no se podía resistir. Fue él quien obligó a Helmut Kohl a aceptar la idea de que la moneda única podía preceder a la unión política, convirtiéndola en condición sine qua non para apoyar la reunificación alemana, el gran deseo de Kohl. Éste creía que la unión monetaria sólo podía ser el resultado de un profundo proceso de integración, mientras el presidente francés pensaba que ese salto adelante arrastraría con su inercia al resto del proceso.

Los expertos de Bruselas apoyaron las tesis alemanas y subrayaron los riesgos que entrañaba la creación de una moneda única sin una mayor integración en diversas áreas, como la fiscalidad o la regulación bancaria. Fue el propio presidente de la Comisión, Jacques Delors, ex ministro de Mitterrand, quien defendió con mayor claridad esa tesis: mejor no hacerlo que hacerlo a medias. Pero la visión política se impuso y la unión monetaria nació como la única pata de una mesa muy inestable.

Aquella arriesgada apuesta podía haber salido bien si la construcción europea no hubiese entrado, a partir de mediados de los noventa, en una prolongada fase de apatía, marcada por referendos fallidos, por el choque de la ampliación al Este y por un confuso debate sobre su reforma institucional. En los años que han seguido a la creación del Euro, en 1999, los líderes políticos europeos han ignorado la inmensa obra de integración que quedaba por realizar, un grave error del que pagamos hoy las consecuencias.

Ahora toca avanzar hacia más Europa, aunque sólo sea por pragmatismo. Francia y los países del Sur piden la colectivización de la deuda y un papel más activo del BCE. Pero Alemania dice que nada de todo ello es concebible sin una política fiscal y presupuestaria común, que dé a Bruselas amplísimos poderes de decisión sobre los presupuestos nacionales sobre la base de criterios objetivos. Todo indica que nos tenemos que hacer a la idea de una cesión de soberanía hasta ahora inimaginable, el control en última instancia del presupuesto nacional. Se trata de una cesión tan sustancial que uno se pregunta si los gobiernos nacionales seguirán teniendo poder real.

Si Europa consigue salir de esta crisis con un gran salto hacia la integración, la gran asignatura pendiente será, pues, la de la legitimidad democrática. No se podrá dar tanto poder a anónimos expertos, ni siquiera a comisarios europeos que han sido elegidos en oscuras negociaciones entre jefes de Estado. Pero esa radical transformación requerirá algo más que calculado pragmatismo. Hará falta gente capaz de explicar que no se trata de claudicar ante los inflexibles alemanes, sino de superar colectivamente nuestras propias debilidades. En una palabra, necesitaremos líderes en lugar de demagogos y una pizca de idealismo en lugar de derrotismo.

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