DESCALIFICABAN en el número de marzo de la revista Cahiers du cinema la película Mentiras y gordas. Tanto, que el crítico terminaba su texto cuestionando su exhibición, lanzando una pregunta retórica, acerca de por qué se va a estrenar mientras otras joyas duermen el sueño de los justos.

Las cifras son apabullantes. Mentiras y gordas ha sido el estreno que ha gozado de un mejor arranque este año. Mejor que Almodóvar, ya se sabe. El cartel tiene la culpa. Reunir a los rostros más populares de las series televisivas que triunfan entre la muchachada parece, visto lo visto, el pasaporte directo hacia el éxito. El productor Gerardo Herrero, impulsor de nueve largometrajes durante el pasado año, lo tiene claro. Es un cine para el público.

Acudí a ver Mentiras y gordas, premeditadamente, en domingo por la tarde, para revivir la ilusión de que era posible compartir un estreno de cine español con la sala llena. Constaté que era cierto, aunque tuve que pagar el peaje de sentirme muy mayor: en la amplísima sala nadie parecía tener más de veinticinco años. Acaba de presentarse en Madrid la duodécima edición del Festival de Málaga, donde la mayoría de las películas que se exhiben son operas primas. Fernando Méndez-Leite habló de minifundismo para definir la situación. En los últimos años han estrenado película 500 nuevos realizadores. De ellos, a juicio del veterano crítico, muy pocos lograrán rodar la segunda, y muchos menos la tercera.

Una de las secciones del Festival de Málaga reúne algunas de las últimas producciones realizadas en los márgenes. Como El brau blau, El cant dels ocells o las cintas de Isaki Lacuesta. Esas por las que tantas lanzas rompen los cabreados críticos del Cahiers du cinema.

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