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Tribuna Económica

Joaquín / aurioles

FMI y devaluación interna

BAJO crecimiento y aumento del desempleo. El pronóstico del FMI, que afortunadamente se equivoca con frecuencia, va en esta ocasión contra corriente. Existen razones de sobra para poner freno al exceso de optimismo y recordar que hay parcelas de la economía, como la del crédito bancario, donde los avances siguen siendo insuficientes, pero esto impide que diferentes analistas e instituciones, incluido Wall Street Journal, hayan manifestado abiertamente sus discrepancias con el punto de vista de la institución monetaria y con su estrambótica recomendación para que empresarios, sindicatos y gobierno se pongan de acuerdo en reducir los salarios un 10% en los próximos dos años. Pero también hay quien está de acuerdo. En concreto el Comisario europeo Olli Rehn, vicepresidente de la Comisión y responsable de Asuntos Económicos, que se ha manifestado abiertamente a favor de lo que denomina una devaluación interna para intentar reducir el desempleo juvenil en España.

El objetivo de una devaluación es conseguir el encarecimiento relativo de los bienes importados, con el fin de que la demanda interna se desplace hacia la producción doméstica. Lo habitual es que la devaluación se aplique sobre la moneda nacional, aceptando una disminución de su precio en los mercados de divisas, pero cuando se carece de ella pueden conseguirse efectos similares reduciendo los costes de la producción interior, por ejemplo los costes salariales o las cotizaciones a la seguridad social, y elevando la imposición indirecta sobre todo tipo de bienes.

Las devaluaciones pueden ser útiles, por tanto, para estimular la producción interior y el empleo y para corregir un desequilibrio comercial exterior, pero también suelen venir acompañadas de problemas. Defensores y detractores de la medida como solución de problemas a corto plazo coinciden en dos cosas. Por un lado, que sus efectos pueden ser efímeros si aparecen problemas de inflación. Por otro, que siempre será una medida más adecuada para resolver problemas de desequilibrio en balanza de pagos, que no es el caso de España en la actualidad, que para el estímulo de la actividad en el corto plazo. Otra de sus consecuencias inevitables es el empobrecimiento relativo del país, debido a que tanto el valor de los bienes producidos, como el del trabajo incorporado, se reducen en relación con los de otros países, aunque ya se sabe que es la solución preferida en el norte de Europa para los países del Mediterráneo resuelvan sus problemas financieros. Somos nosotros, con nuestros medios, los que debemos hacer frente a la factura de los excesos cometidos, y el empobrecimiento es la mejor forma de conseguirlo. Puede que estén en su derecho a exigirlo y, aunque no lo estuviesen, tampoco parece el mejor momento para un pulso político desde la periferia, pero al menos quedará el recurso a la denuncia de los continuos errores estratégicos y de diagnóstico, tanto por parte del FMI como de la Comisión, y la esperanza de que la consolidación de las tímidas señales de recuperación en la economía española se conviertan en una nueva bofetada a la burocracia incompetente de Bruselas.

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