El análisis

Joaquín / Aurioles / Profesor De La Universidad / De Málaga

Fallos de sistema y fallos de mercado

No es razonable hablar de accidentes imprevisibles, sino que habría que reconocer cierta negligencia institucional a la hora de anticiparse a las consecuencias de un modelo que genera incentivos perversos

Aveces el mercado proporciona soluciones que se perciben como ineficientes o como indeseables, es decir, como contrarias al interés general, que no siempre tiene porqué coincidir con el particular, a pesar la exaltación clásica del egoísmo como motor del progreso colectivo. Son situaciones en las que habitualmente se justifica la intervención directa del sector público o indirecta mediante el establecimiento de limitaciones y reglas de comportamiento que garanticen el mantenimiento de la actividad y de sus consecuencias dentro de márgenes aceptables de rentabilidad para sus promotores y de garantías para el ciudadano. Es el caso de iniciativas que pueden afectar negativamente al medio ambiente, que pueden dar lugar a situaciones de riesgo para las personas o, como suele ocurrir cuando se tuercen los acontecimientos, den lugar a situaciones de abuso, corrupción o sencillamente imprudencia. Mezclas explosivas como las recientemente vividas en Andalucía y España en torno a la prosperidad del ladrillo y la financiación de los partidos políticos y de los ayuntamientos, han hecho proliferar los delitos urbanísticos, frecuentemente acompañados de implicaciones medioambientales importantes e irreversibles. Ahora, con buena parte del litoral marcado de cicatrices de ladrillos y hormigón todo parece indicar que se acaba un ciclo, aunque todavía queden por resolver algunos de los problemas que siempre fueron previsibles, como el de determinados abastecimientos básicos, especialmente de agua, infraestructuras o el desempleo, y otros que nos cogen más desprevenidos, como las situaciones de fraude e insolvencia que comienzan a proliferar entre particulares y empresas, por no profundizar en las verdaderas razones que pueden llevar a las instituciones financieras a preferir renunciar a un cliente amistoso, antes que verse obligada a romper con un moroso.

En cualquier caso, no parece que la calificación de fallo de mercado sea la más apropiada para reflejar este tipo de situaciones. Más bien habría que hablar de fallos del sistema, lo que significa exonerar, al menos en parte, a la economía de la responsabilidad de los problemas que padece y culpar a las instituciones encargadas de velar por su estado de salud. Es más o menos lo que refleja el FMI en su último informe sobre estabilidad financiera global, donde se acusa de dejación a los responsables de la vigilancia y supervisión de la exposición al riesgo de la multitud de entidades que consideraron que no podían permanecer al margen de la avalancha de derivados financieros que inundaba el mercado y que estaba permitiendo a sus competidores alcanzar beneficios extraordinarios cada año. A primera vista, las turbulencias financieras internacionales, con origen en Estados Unidos, no tienen mucho que ver con los problemas que aquí padecemos. Lo que compartimos es el foco original del problema en torno al sector de la construcción, pero a partir de aquí la preocupación de los norteamericanos y de las economías europeas contaminadas por la dispersión de la deuda derivada de las hipotecas de alto riesgo se centra en su sector financiero, mientras que aquí todavía mantenemos nuestro problema básicamente limitado al sector real de la economía. Esto es al menos lo que se deduce del debate en torno al dato de crecimiento y empleo, aunque uno no puede dejar de mirar de reojo al FMI cuando señala que la principal recomendación para salir de la crisis es restaurar cuanto antes la confianza en el sistema financiero.

De los antecedentes históricos sabemos que las crisis asiáticas del 87 y 98, esta última con conexión en Rusia, se originaron por problemas de impago de la enorme deuda acumulada durante periodos previos de euforia económica, que recuerda lo vivido en España durante los últimos años, y en las que también se produjeron fallos similares a los que ahora denuncia el FMI, que precisamente fue una de las instituciones señaladas como responsable, por ineficiente, de la situación que entonces se generó. La historia de las crisis se confunde con la de las instituciones creadas para resolver los fallos del sistema. Ha transcurrido un siglo desde que las primeras agencias de supervisión y control financiero surgieran en algunos estados norteamericanos, lo que no impidió la catástrofe del 29. Tampoco las posteriores reformas que condujeron a la organización del sistema a nivel federal, todavía vigente en algunos de sus aspectos fundamentales, consiguieron evitar otros episodios que vinieron después y que en los últimos tiempos tienen que ver con la globalización (burbuja tecnológica) y con la inagotable creatividad de la ingeniería financiera. Quizás por ello lo común a todas las iniciativas de control ha sido la pretensión de garantizar la transparencia de las operaciones, aunque también lo normal es que hayan terminado manifestándose incapaces de realizar una valoración ajustada y anticipada de los riesgos implícitos. No es razonable, por tanto, hablar de fallos de mercado ni de accidentes imprevisibles, sino que habría que reconocer fallos de sistema e incluso cierta negligencia institucional a la hora de anticiparse a las consecuencias de un modelo que genera incentivos perversos, es decir, incentivos que provocan reacciones en dirección contraria a la deseable.

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