Uno de los neologismos que nos ha dejado esa estafa llamada nueva normalidad es la palabra gripalizado/a, que ya usamos cuando queremos dar a entender que un problema se ha enquistado tanto que lo incorporamos a nuestra cotidianidad. Según esta acepción podemos afirmar rotunda y solemnemente que la Feria ha sufrido un proceso de gripalización en los últimos años; todos sus males se han cronificado (por seguir con la cháchara médica) y ya creemos que son parte consustancial a la misma. Este modelo de Feria, el que se nos impuso por un referéndum bananero que sólo sirvió para que Sevilla fuese el cachondeíto de los telediarios, no funciona como debería, es decir para el disfrute de quienes la pagan con sus impuestos. Es demasiada larga y masiva, pensada para el negocio de algunos y el espectáculo turístico, no para los sevillanos, que cada vez somos más esos figurantes complacidos de los que hablaba Ortega -ese señor que escribió sobre todas las cosas- en acertada cita que Carlos Colón recordó hace unos días: "El andaluz (…) se complace en darse como espectáculo a los extraños, hasta el punto de que en una ciudad tan importante como Sevilla, tiene el viajero la sospecha de que los vecinos han aceptado el papel de comparsas y colaboran en la representación de un magnífico ballet anunciado en los carteles con el título Sevilla". Así llevamos un siglo y cualquier día nos vamos a vestir de falleras con tal de facilitarle al guiri la foto.

Ya sabemos que es imposible volver a la Feria de nuestra juventud, en la que la jornada se partía en sesiones de tarde y noche, uno se vestía de riguroso oscuro cuando caía el sol y los camareros no eran tratados como caballerías de noria. Pero habría que buscar nuevas y viejas fórmulas para reconducir una Feria que se nos va de las manos. Hay que redimensionarla en el tiempo y repensarla espacialmente. La Feria siempre ha sido y seguirá siendo surrealistamente divertida, una especie de nube psicodélica en la que uno entra vestido de domingo y sale con la sensación de haber estado secuestrado en un platillo volante durante un tiempo indeterminado, que puede ser una hora o diez años. Pero hay que cuidarla. No habla muy bien de la ciudad el que sus habitantes tengan que esperar treinta años para conseguir una caseta, y no nos podemos resignar a un real por el que no se puede ni pasear o a una Feria maratoniana que termina convirtiéndose en una losa para no pocos ciudadanos. Y dicho esto, para allá vamos.

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