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Ignacio F. / Garmendia

Filantropía

ATRIBUIDO al emperador Juliano, llamado el Apóstata por haber renegado de la religión cristiana para intentar una ya imposible restauración del paganismo, el término filantropía, que no significa otra cosa que amor por la humanidad, pretendía sustituir a la caridad de los galileos -amor también, en primera instancia- y ha sido objeto del mismo desdén que esta por parte de quienes desconfían de los buenos sentimientos si no van acompañados de acciones que modifiquen o subviertan el orden social que permite la existencia de los desposeídos. No sin injusticia, puesto que el bien objetivo que pueden procurar está más allá de los principios o de los credos redentores y en todo caso debería pesar más que los motivos últimos de quienes las promueven, las empresas caritativas o filantrópicas están asociadas a la hipocresía o la mala conciencia y sus iniciativas, sospechosas de perseguir fines distintos a los declarados, suelen ser caricaturizadas como obra de privilegiados que aspiran a lograr con ellas beneficios intangibles. Pero también las organizaciones no gubernamentales o quienes hacen de la ayuda a los más débiles una profesión, con la que además de arrimar el hombro se ganan el sustento, son vistos a veces con recelo por dedicarse, en opinión de ciertos ideólogos, a una actividad meramente paliativa que tampoco atajaría las causas profundas de los problemas del mundo.

Personas, en definitiva, que por las razones que sea se caracterizan por dar, son juzgadas con severidad por otras que dicen defender causas nobles o más racionales, pero que a lo mejor no han hecho en la vida -en la vida real, que no está habitada por conceptos o abstracciones, sino por hombres y mujeres con necesidades reales- más que pedir o cuidar en exclusiva de lo propio. Es fácil ridiculizar a los magnates reconvertidos al humanitarismo, a las señoronas de las tómbolas benéficas o a los voluntarios inflamados de entusiasmo, pero algunos de quienes lo hacen -revolucionarios de salón o exquisitos ultraliberales, especies ambas proverbialmente autosatisfechas- deberían preguntarse si ellos, que nunca han entregado a nadie un céntimo o un minuto de su tiempo, son acaso mejores o pueden permitirse evaluar la generosidad ajena. El altruismo de los particulares no puede, por supuesto, sustituir las obligaciones de los poderes públicos, ni en realidad tiene nada que ver con la política, pero algo transmite que no ven esos militantes que presumen de solidarios y cuyo compromiso, lejos de ser sólido, como apunta la etimología, tiene una volatilidad altamente gaseosa.

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