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Gafas de cerca

No quiero que el bosque me impida ver los árboles. Por eso, me planto hoy ante el ficus de San Jacinto

Efectos colaterales de la pandemia: hasta hace unos días no me di cuenta de que, con lentillas, no veo bien de cerca. Al terminar un acto, una conocida se me acercó tanto que bizqueé. Pensé: "Está borrosa". Haber pensado "la veo borrosa" hubiera sido reconocer que mi cristalino ya no está tan cristalino. La distancia de seguridad me había librado hasta el momento de la cruda realidad: necesito gafas de cerca. "Gafas del cerca", las llama la gente, y ese del aporta a la expresión un punto metafísico.

El oculista me ha explicado algo misericordioso: a partir de los cuarenta, la vista nos concede a los miopes leves una segunda oportunidad. Mi presbicia incipiente atenúa la miopía, con lo que parte del problema se mitiga cambiando los cristales de las gafas y la graduación de las lentillas. El relativismo gnoseológico tendría mucho que decir al respecto. Todo se ha resuelto con visitar la óptica. De vuelta a casa, quise ponerle una vela a Santa Lucía, que yo creía que estaba donde San Judas Tadeo. Me he hecho un lío y se la he puesto a Santa Rita. Bien mirado, hacer una ofrenda a la del "lo que se da no se quita" tampoco me parece mala idea.

Con todo, no he podido resistirme y me he agenciado en la farmacia unas gafitas de coser, con la mínima graduación que se despacha. Me ha acabado gustando el detalle de dejarlas en lo alto de un libro, y la elegancia del gesto de tenerlas en la mano mientras hablo, para después ponérmelas al leer. Las gafas de cerca dan prestancia a una poeta. Con eso y un foulard sólo me queda -diría Fonollosa- liarme a escribir poemas. (Eso sí, paso del cordoncillo para llevarlas en la pechera, y de esas que se imantan por su centro con riesgo de pellizcarte el chakra).

Con el paso de los años vamos perdiendo visión de cerca. Sin embargo, es cuando vemos con más nitidez lo próximo, lo cercano, la intención, lo íntimo, lo de dentro. Cada día me interesan menos las grandes abstracciones y me detengo más en lo concreto. Quien me viene con altas palabras le digo que o aterriza o me voy. Ya nos han vendido amores grandilocuentes, moralismos de cartón y otras motos conceptuales que ahora nos dan la risa. No quiero que el bosque me impida ver los árboles. Por eso, me planto esta mañana ante uno concreto, el ficus de la iglesia de San Jacinto, un monumento natural. Como saben, la parroquia ha solicitado a Patrimonio acabar con él. Los vecinos ya están recogiendo firmas para evitarlo. Me sumo a quienes piden que la iglesia ceda la propiedad y el Ayuntamiento se haga cargo de los cuidados y seguridad del gran ficus. Si no lo evitamos, donde hoy hay un gran árbol mañana habrá una gran nada, ante la que no cabe cerrar los ojos.

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