JESÚS Navas daba ayer zancadas con la facilidad que el resto de los mortales pestañeamos, pero su soledad, a veces rota por la irrupción de un cumplidor gladiador lituano, abrió la puerta a las comparaciones, por supuesto odiosas. A recordar esas campañas recientes en que el palaciego conjugó con mayúsculas su verbo favorito, disfrutar. Jesús es más futbolista que entonces, hace cada vez más daño porque ha madurado al tiempo que mantiene sus prodigiosas condiciones físicas y técnicas, pero el cariz lúdico de este deporte ya no es el mismo para él sin el futbolista más determinante que mis ojos han visto como sevillista, Daniel.

Ni Juande Ramos, ni leches. La clave de aquel Sevilla que martilleaba a los adversarios, que castigaba sus hígados hasta dar con ellos en la lona, radicaba sobre todo en la capacidad del bahiano para organizar el juego primero e irrumpir luego arriba para desequilibrar. Y hacerlo, muchas veces, con sus paredes e intercambio de posiciones con Jesús Navas. Ambos disfrutaban al tiempo que sometían al lateral, al volante que ayudaba por delante y al medio centro que echaba una mano desde zonas interiores. Daniel avanzaba, aceleraba y abría, Navas controlaba, se giraba para dentro o para fuera y se la devolvía. Si no aparecía el pasillo, lo intentaban de nuevo, a veces con la incorporación de Kanoute o Luis Fabiano. Y muchas veces, se abría la vía de agua en la azorada zaga. Así partido a partido, sobre todo en Nervión.

Hoy, Navas es más Navas, pero agarra la pelota, corre, se va, se gira y cuando tiene a dos, tres y hasta cuatro lobos mordisqueando sus tobillos... ve a un equipo paradito, sin desmarques. Pocos juegan sin balón, nadie se ofrece. Y encima falta Daniel.

Fue muy simbólico ver la dolorosa soledad del genial extremo derecho un día después de que el gran lateral brasileño dejara claro ante el Málaga, a quien quiera verlo, que es tan decisivo como Messi, Xavi o Iniesta en el equipo campeón de todo.