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AY, si todos pusiéramos un poquito de ganas a lo que hacemos. Ay, si a todos nos gustase lo que hacemos para ponerle un poquito de ganas. Sería el mundo ideal. Merece la pena intentarlo. Nos jugamos buena parte de nuestra felicidad en el intento.

En la profesión periodística algunos lo entendieron muy bien. Y dieron buena fe de ello. Rosa María Calaf, sin ir más lejos, estos días en la UIMP de Santander, a la que podemos escuchar cada sábado en el No es un día cualquiera de Carles Mesa. En la penúltima entrega habló sobre sus experiencias en Roma, confesando que se tenía envidia a sí misma, por aquellos años dorados en los que tuvo la suerte de cubrir informaciones que la vincularon a gente del mundo del cine como Giulietta Massina, Federico Fellini o Marcello Mastroianni.

Agradeció Calaf a Mesa, públicamente, la oportunidad que le daba de charlar ante un micrófono durante más de un minuto y diez segundos, que era el tope estipulado en los informativos televisivos por cada pieza requerida a un corresponsal. La afirmación constituye una buena metáfora sobre ese doble deseo al que apuntaba antes. Ojalá le pusiésemos un poco de ganas a lo que hacemos, y ojalá nos permitiesen desarrollar lo que nos gusta. Seríamos tan felices como lo ha sido Rosa María Calaf. Antes, durante y después de su jubilación. Porque la situación laboral es sólo un accidente semántico.

Llamar a las puertas de las sedes de provincias de Radio Nacional en fines de semana es arriesgado. Afectadas por la enfermedad del funcionariado, acercarse a según qué emisoras periféricas es como hacerlo a mausoleos. De tan solitarias. Sólo cuando algún programa nacional les pide colaboración, echa un cable. Nunca mejor dicho.

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