¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

Gloria tan alta

ERAN los años de la segunda legislatura (1982-1986) y al entonces diputado socialista José Manuel Macarro le tocó recorrer pueblos y barrios para convencer a compañeros y paisanos de la necesidad de votar en el referéndum de la OTAN. No era plato de buen gusto, pues hasta hacía apenas unos meses el PSOE había sido un furibundo enemigo de la Alianza Atlántica, considerada por la izquierda de entonces como uno de los jinetes del apocalipsis. Nos gusta imaginar al profesor, con su inseparable corbata y su cantarina ironía, desplegando sus argumentos en cualquiera de esas curiosas instituciones que eran las casas del pueblo (un tercio bar, un tercio sede y un tercio ateneo popular), bajo los retratos de Pablo Iglesias -el original-, el Che Guevara y la botella de Fundador. Es una imagen tan caprichosa como probablemente falsa, pero así se presenta en nuestra cabeza. Una vez le preguntamos a Macarro por aquella experiencia y su respuesta fue atroz: "Las mayores tonterías las escuché en la universidad".

José Manuel Macarro, felizmente jubilado -valga la redundancia-, vive hoy lejos del trasiego universitario y político. Lo vemos de vez en cuando paseando por las calles y en alguna exposición. También lo leemos esporádicamente en algún artículo que escribe para la prensa y en donde deja entrever que sigue siendo un lector apasionado de Popper. Como muchos de su quinta y condición, dejó definitivamente el PSOE cuando el zapaterismo lo desfiguró hasta hacerlo irreconocible. Es el testigo de que existió en España una socialdemocracia culta y amable, de honda tradición ilustrada y modernizadora, lejos de los radicalismos que parecen haber anidado definitivamente en la siniestra hispana.

Hace unos días vimos en televisión a una alumna de Juan Carlos Monedero quejarse del aire sectario que imprimía el ideólogo de Podemos a sus clases y no pudimos evitar que la memoria volase hacia nuestros años de estudiante, cuando entrábamos a las clases de Macarro con la carpeta repleta de prejuicios y radicalismos ideológicos y siempre salíamos un poco más sabios, un poco más libres. Un día, una compañera de clase, adicta como nosotros a todo tipo de extremismos, nos confesó su angustia al ver que todas sus convicciones se estaban desmoronando dulcemente. No creemos que Monedero pueda presumir de haber alcanzado gloria tan alta.

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