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Lo del Golfo

La ingratitud, mucho más que la envidia, es el verdadero defecto nacional de los españoles

A la hora de abordar la desagradable historia de don Juan Carlos y la princesa ful, materia de tantos artículos de lucimiento, se echa de menos que los sans-culottes y las tricoteuses de turno le dediquen más atención a la segunda, personaje no menor en el drama del rey declinante. Probablemente sin apercibirse de cómo pueden ser recibidas sus palabras por las cuidadoras que merecen ese nombre, todas esas señoras, a menudo nacidas en entornos de pobreza severa y países muy alejados del continente europeo, que dedican muchas horas semanales a atender las necesidades de los ancianos a cambio de un salario no siempre digno, la seudoaristocrática dama dice haber merecido los millones que obtuvo por haberle hecho la vida más grata al entonces titular de la máxima magistratura del Estado. Estamos tan acostumbrados a que los villanos sean todos esos abusadores hacia los que nuestro tiempo ha desarrollado la llamada tolerancia cero, gracias a Dios y sobre todo gracias a la batalla que libraron durante décadas las precursoras de la emancipación y libran hoy sus herederas, que no concebimos que haya mujeres que puedan desempeñar papeles, digamos, poco ejemplares. Pero el discurso de la angélica sororidad se compadece mal con la indudable existencia de mujeres falsas, engañadoras o, en una palabra, malas. Mujeres que maltratan a otras mujeres, por ejemplo, o que mercadean y traicionan para escalar posiciones o medrar al amparo de prácticas arteras. Hasta donde lo hemos seguido, el caso del emérito, a nuestro juicio, puede resumirse de forma llana y bastante escueta: pícaro de altos vuelos se reparte unos fajos de petrodólares con sus compadres del Golfo, evitando el pago de impuestos a la Hacienda pública del Reino. Feo caso, ciertamente. Ahora bien, desde un republicanismo sentimental que se sitúa a años luz del ardor justiciero de la bancada peronista, nos atreveríamos a pronosticar que cuando pase esta oleada de hipocresía -la ingratitud, mucho más que la envidia, es el verdadero defecto nacional de los españoles- los libros de Historia recordarán al padre del actual monarca como un genuino Borbón, rijoso, castizo y un poco mangante, que además de dedicarse al ocio hortera de los millonarios y de encadenar las relaciones con cortesanas, vicetiples o amigas especiales, tuvo la inolvidable grandeza de entregar el poder, transferido por el dictador pero legitimado democráticamente tras el referéndum constitucional, al pueblo español que empezaría de su mano -porque esa inequívoca voluntad, aun acompañada de vacilaciones, no la heredó de nadie- el mayor periodo de prosperidad, bienestar y concordia en este país de nuestros pecados.

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