¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Grand National

Por primera vez en su historia, una mujer, Rachael Blackmore, ha ganado la legendaria carrera de purasangres

Pocos espectáculos tienen la grandiosidad, la belleza y la épica del Grand National, la carrera de purasangres que se celebra desde 1839 en el hipódromo de Aintree (Liverpool). En casa de mis abuelos era casi un ritual sentarse delante del televisor para contemplar el siempre accidentado desarrollo de la prueba, que solía acabar con varios jockeys descalabrados en el suelo y con sus caballos corriendo como furias sin norte. Desde entonces, cada vez que puedo y me acuerdo, asisto a la cita con el ánimo de un Marx dispuesto a disfrutar de un día en las carreras.

Este año, el Grand National ha tenido el aliciente de ver triunfar, por primera vez en su historia, a una mujer, la irlandesa Rachael Blackmore, que para rizar el rizo del empoderamiento montaba una yegua, la bonita y veloz Minella Times, todo corazón en su alegre galopar por la hierba recién segada. Ver a las dos cruzar la meta de Aintree con una mezcla de serenidad, fatiga y euforia (sólo las mujeres son capaces de ese equilibrio) fue hermoso, pero también liberador en unos tiempos en que algunos y algunas se han empeñado en montar una guerra de sexos. Por las películas de John Ford sabemos lo valientes y resolutivas que pueden llegar a ser las féminas de la verde Irlanda. De otra manera es imposible ganar una carrera de siete kilómetros y treinta obstáculos, una prueba casi suicida que sólo los jockeys de gran valor y determinación son capaces de afrontar. La señora Blackmore no defraudó a su vieja estirpe, ni al menda, que ya pertenece a su club de rendidos admiradores.

Como todos los grandes espectáculos, el Grand National suele proporcionar al espectador alguna enseñanza vital o moral. Durante buena parte de la carrera lideró la misma un jockey con camisa naranja que acabó fagocitado por el pelotón, anónimo y frustrado tras su estéril liderazgo. Sin embargo, Rachael Blackmore, paciente como Penélope y astuta como Ulises, supo esperar su momento y emerger de la maraña indiferenciada de sus compañeros en el instante exacto, aquel que marca la diferencia entre la nada y la gloria. A partir de ahí ya nadie la pudo detener. Dominar "los tiempos", como se dice ahora, es fundamental en cualquier actividad humana. La precipitación o la excesiva demora nos pueden llevar al desastre.

Una vez que la carrera fue consumada, un reportero le preguntó a Blackmore por sus sentimientos: "Ahora mismo no me siento ni hombre ni mujer; ni siquiera me siento humana", le contestó la yoqueta. Así hablan las diosas, así suena la victoria.

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