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Era él, Gregorio

Gregorio Conejo observaba con esos ojos castaños todo lo que sucedía en su entorno y más allá

Si Gregorio Conejo viviera le habríamos visto al lado de Barack Obama. No me cabe la más mínima duda. No sabe el presidente americano lo qué se ha perdido por no haber podido conocer algo tan puro y esencial como era Gregorio para Sevilla. Más que las papasaliñás y tanto como el Alcázar. Andalucía no sería, como lo es, la más bella, la más bonita de nuestras tierras españolas sin la alegría, sin la personalidad de sus gentes que dan el carácter único a nuestra comunidad. Gozaba de esa habilidad misteriosa para estar donde se desea estar sin aparentar haber hecho el mínimo esfuerzo por estar. Si lo veías en una fotografía al lado de un líder del ámbito que fuera (futbolístico, político, con el Papa...), era Gregorio quien potenciaba al protagonista. Su presencia en esas lidias mediáticas alcanzaba la suficiente relevancia como para ocupar la atención de todos los medios. En cambio, él nunca hablaba más alto ni más largo. Sonreía con esa cara rechoncha siempre bronceada. Observaba con esos ojos castaños todo lo que sucedía en su entorno y más allá. Su presencia en vida, paradójicamente fue sigilosa, como lo ha sido su marcha.

Le recuerdo en días íntimos de familia, desayunos de fin de semana en El Rocío o la tradicional comida de Reyes. Entre el gran alboroto que se formaba por niños y mayores durante la apertura de regalos, él siempre permanecía sentado en su butacón de cuero marrón, al lado de la chimenea. Lo gozaba todo con la prudencia de quien no quiere molestar. Incluso cuando se sorprendía porque los Reyes siempre le traían algún regalo pensado sólo para él. Si venía a casa, para nuestra familia era el mejor regalo. Tuvimos ese privilegio de vivir sus luces, aunque, respetando la decisión de su familia, nos hayan robado compartir sus sombras. Entre las que él apareció de madrugada después de que quien suscribe acabara de parir a su primogénito en el Hospital Virgen del Rocío. Su mano en mi brazo. Abrí los ojos que estaban en alerta por si el bebé pedía. Era él, a las horas prohibidas para las visitas. Se camelaba a guardias, guardesas, enfermeros y médicas, pero donde no estaba ni mi familia, entró él. Me dio la risa: la eterna ubicuidad de Gregorio. Dijo con la voz de puntillas: "Mariló, te traigo esto para el niño". Una equipación del Betis. No la había ni más bonita ni más diminuta, que conservo. Y un papel: una acción del equipo. Gregorio se ha ido sigiloso como aquella madrugada se marchó de la habitación bajo la tenue luz de la luna. Gregorio nunca dijo adiós.

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