LA otra noche, después de cenar en casa de unos amigos que viven en el campo, fuimos a dar un paseo y de repente oímos el lejano cricrí de los grillos. Aquello sorprendió a los dueños de la casa, porque hacía tiempo que nadie oía el canto de los grillos por aquella zona. Yo comenté que este verano tampoco había oído cantar a los grillos, cosa que encerraba un misterio porque una noche de verano sin grillos es lo mismo que una discoteca sin disc-jockeys o que un campo de fútbol sin gritos de espectadores. ¿Qué estará pasando con los grillos?, nos preguntamos mientras seguíamos dando el paseo. Alguien comentó que los pesticidas los estaban exterminando en todos los campos de cultivo. Pero alguien más dijo que no era una cuestión de pesticidas, y aventuró la hipótesis de que los grillos estaban sufriendo el mismo destino fatídico que estaba acabando con las abejas por razones que nadie había conseguido explicarse.

En aquel momento se inició una pequeña discusión. Los más ecologistas defendían la teoría de los pesticidas. Los otros se inclinaban por una plaga de origen indeterminado, algo así como un virus del ébola a escala entomológica que afectase a las abejas y que ya hubiera empezado a atacar a otros insectos como los grillos. Poco a poco fue aumentando la intensidad de la discusión, hasta el punto de que ya no pudimos oír el cricrí solitario que la había originado. Los partidarios de cada teoría se enrocaron en sus posturas. Eran los pesticidas, decían unos. No, no, era una plaga desconocida, decían los otros. En esto llegamos al final del camino, y antes de volver atrás, alguien levantó la vista hacia el cielo. Todos los demás le imitamos. Era una hermosa noche de verano, clara, sin nubes. Vimos las Osas, Casiopea, Cefeo, el Dragón. Cuando nos dimos cuenta todos habíamos dejado de discutir sobre los pesticidas o la plaga desconocida. Oí un suspiro largo, profundo, detrás de mí. Luego otro. Y todos nos quedamos un buen rato en silencio, con la cabeza levantada, inmóviles, sin ganas de regresar a ningún sitio.

Y entonces intuí que todos habíamos llegado a la misma conclusión. Había cientos de cosas que nunca íbamos a entender, pero quizá era mejor vivir en un mundo en el que algunas cosas no pudieran explicarse y siempre acabaran creando un misterio insoluble. Como aquellos grillos que a veces cantaban o a veces se quedaban en silencio. O como todas aquellas estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas, sin que ninguno de nosotros supiera por qué.

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