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josé Antonio / carrizosa

La Guerra

CUANDO terminó la Segunda Guerra Mundial los vencedores, los americanos, se dedicaron a echar sobre los vencidos, los alemanes, paletadas de millones de dólares hasta convertirlos en la potencia europea que hoy conocemos y que estaba destinada a ser el muro natural de contención contra el expansionismo soviético. De paso, los enemigos tradicionales que destrozaban periódicamente Europa, Alemania y Francia, se pusieron de acuerdo para construir juntos el germen de un continente unido en el que no pudiera repetirse otra conflagración de las mismas características. Fue el nacimiento de un proyecto continental que ha impulsado la vida europea durante más de medio siglo y que hoy yace maltrecho por los egoísmos nacionalistas y por los muchos errores cometidos, pero que aun así da una idea de lo lejos que quedó pronto y de hasta qué punto fue superada la contienda que destrozó Europa entre 1939 y 1945. Aquí, en España, ochenta años después de levantamiento militar de julio de 1936, seguimos tirándonos la Guerra Civil, sus causas y sus consecuencias, a la cabeza. Es la gran diferencia entre una contienda en la que al enemigo se le conoce de cara y de nombre, está en la misma ciudad y en la misma calle y se le odia como sólo se puede odiar a alguien que está cerca y otra en lo que lo único que se sabe del que se va a combatir es que habla otro idioma y que te separa de él una frontera y cientos de kilómetros. Una guerra civil es la mayor tragedia a la que puede enfrentarse un país porque marca fatalmente no sólo a la generación que la protagoniza, sino también a las que vienen detrás hasta que el tiempo la va, poco a poco, sepultando.

En España eso todavía no ha pasado. Los primeros cuarenta años estuvieron secuestrados por los vencedores que siempre impusieron la victoria a la reconciliación. Cuando murió Franco la tarea más urgente fue someter al país a una suerte de amnesia colectiva para que los fantasmas del pasado no se cargaran los nuevos tiempos que llegaban. Cualquiera que tenga edad recordará a sus padres o sus abuelos obsesionados, a mediados los setenta, con el miedo a que aquello pudiera volver a repetirse. Consolidada la democracia, el recuerdo del conflicto civil había entrado en vías de superación -la producción científica ha sido tan numerosa como notable- hasta que unos cuantos insensatos decidieron confundir la memoria histórica con el revanchismo y volvieron a aventar las cenizas del odio. Ochenta años después, la Guerra Civil está todavía ahí y tendrá que pasar todavía una generación, por lo menos, para que sea lo que ya le corresponde ser: sólo Historia.

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