Heredad

El paisaje humano, como en otros barrios que fueron populares y hoy parecen decorados, ha cambiado mucho

Sabemos que no todo el mundo ama los lugares de origen o que el vínculo, aun cuando sea profundo, tiene a menudo un carácter ambivalente, hecho por igual de gozos inaugurales y dolores antiguos, pero no por ello dejamos de envidiar a quienes tienen un espacio familiar o un solar de la infancia -un arraigo, un punto cero de la memoria- a los que regresar aunque sea por unos días. Los urbanos desestructurados, por así llamarnos, hemos ido de casa en casa sin echar raíces en ninguna y si volvemos la vista atrás, hasta la prehistoria anterior a la vida relativamente emancipada del estudiante sin lavadora, tampoco encontramos propiamente un hogar, aunque lo hubo y ahí sigue, no lejos del río que cruzábamos camino del colegio.

El barrio, como suele decirse, no hay ya quien lo reconozca. Permanecen como entonces las calles y los edificios, los plátanos de sombra y algunos comercios, pero el paisaje humano, como en otras partes del centro de la ciudad que fueron populares y hoy parecen decorados, ha cambiado mucho. No están el zapatero que atendía encajonado como en un sarcófago, el mínimo puesto del bajo donde podían cambiarse revistas y tebeos, la pequeña barbería de la esquina o el taller de bicicletas al aire libre. En tiempos había incluso una miga, más guardería que escuela, atendida por una adorable anciana en su propia casa, donde madre nos dejaba con la sillita y algún juguete mientras hacía las compras en la desaparecida plaza de abastos.

El cuarto del fondo en el que dormíamos de muchachos, donde ahora lo hace padre, conserva el empapelado de carteles, recortes y fotografías -un mapa de la antigua Grecia, por ejemplo, que hemos recorrido tantas veces sin salir de las cuatro paredes, escenas de pintores simbolistas junto a portadas icónicas del punk, retratos ajados de Byron, Baudelaire o Buenaventura Durruti- que reflejan la abigarrada cartografía de un imaginario adolescente. Hay apuntes apilados, vinilos rayados por el uso, raquetas de madera y otros pecios cubiertos de polvo. Hace más de veinticinco años que no los tocamos y ahí duermen, como los fondos descatalogados de un museo arqueológico. Se hace raro habitar de nuevo esta casa que es y no es la nuestra, donde el tiempo se ha detenido y como desacompasado de lo que vemos cuando vamos o venimos, observando las mudanzas del entorno con perplejidad modianesca. No cabe la nostalgia, pero es imposible no pensar en el niño que fuimos cuando tomamos con el viejo, dando gracias a los dioses por seguir vivos, el café bebido de la mañana.

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