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Herencias reales

La decisión de Felipe VI ha sido otro signo de estos tiempos insólitos que empezamos a encarar

Hay un detalle en apariencia circunstancial en la renuncia de Felipe VI a la herencia de su padre, el Rey emérito: el momento. Los maquiavélicos pueden pensar que el Rey ha tomado su decisión ahora para que el ruido mediático ahogue su eco. Bien podría pasar lo contrario. Nos pilla a todos deseando hablar de cualquier otra cosa y hasta nos tienta el manido juego de palabras que usted también tiene en la punta de la lengua. Además, nos sentimos identificados con ese lidiar suyo con otros problemas (¡con problemas familiares!) en medio de la vorágine del estado de alarma.

Felipe VI ha decidido ponerse en cuarentena de cualquier conducta dudosa. Es una postura difícil. Es más fácil verlo ahora, encerrados como estamos en la analogía. Somos más conscientes que nunca de la dureza y el aislamiento que conlleva cualquier cuarentena tomada en serio.

La medida no sólo extraña por el momento: también jurídicamente. Según el artículo 991 de Código Civil, la renuncia a la herencia futura es nula. No tengo duda de que el rey y sus asesores lo saben de sobra. Se trata, por tanto, de una renuncia simbólica, que, en este caso, es mucho más real que el acto jurídico. Tiene mayor dureza, porque hablar de herencias implica una tácita muerte previa, que esta vez tampoco es fáctica, por fortuna, pero que comporta un estremecedor valor metafórico. Se entiende con un recuerdo trivial: un amigo comentó que le hacía ilusión ser vizconde, a lo que su padre le replicó: "Esa ilusión tuya conlleva dos muertes, la de tu abuelo y la mía. Es mucho más sano ceñir las ilusiones de uno a su propia vida". Hablar de herencias lleva adherido muy mal fario.

El corazón de hijo del hombre Felipe se habrá roto al tomar esta decisión, dictada por el deber del Rey en unos momentos que exigen una ejemplaridad civil muy acendrada. No ha sido una coincidencia temporal, sino el afán de fortalecer una institución y un prestigio moral que vamos a necesitar.

Por mucho que uno le aplauda el gesto regio, no puede olvidar el corazón del hijo. En cualquier otra circunstancia, se podría aceptar una herencia personal discutible para cambiar el destino del dinero. Pensemos en la de fundaciones que se pueden sostener gracias a unos millones de euros que así se redimirían la mar de bien. No será el caso, porque la majestad implica múltiples restricciones, que podemos -tan compleja es el alma- celebrar y lamentar a la vez.

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