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V IAJE a la semilla. Como en el extraordinario libro de relatos de Alejo Carpentier. El futuro que viene -más bien oscuro- tiene aspecto de terminar pareciéndose (con ciertas variantes) al pasado. Emigrantes (ahora cualificados) y paro. Inseguridad y miedo. Ruina. El libro del progreso se cierra. Rubalcaba decía el otro día en Talavera (plaza taurina) que cada generación supera a la anterior y que por eso el mundo avanza. Teniendo en cuenta que la batalla civil que va a abrirse en el PSOE tras el 20-N será un pulso entre los patriarcas (los suyos) y los huérfanos (bastante más jóvenes) la cosa no deja de ser algo contradictoria. En sus propias filas piensan justo lo contrario: ¿a quién se le ocurrió dejarle la llave de la casa a los zapateristas?

¿De verdad cualquier generación mejora a la anterior? Lo dudo. Dependerá de las circunstancias y, sobre todo, de los valores. Nunca de la tecnología. Confundir el progreso con el hecho de utilizar un Ipad es el espejismo recurrente de nuestra época. Pero las herramientas (políticas, digitales, analógicas) nunca funcionan solas. Dependen de quien las usa.

En todo caso, puestos pensar mal (la única manera de acertar), no me dirán que no deja de tener cierto regusto agrio que el futuro inmediato se formule bajo los ropajes del tiempo pretérito. Rubalcaba sacó en Dos Hermanas al viejo tándem González-Guerra (roto por la vida) para movilizar a su electorado. "Podemos volver a resucitar los años dorados", parecía querer decir. Rajoy es más astuto: no dice nada. Pero sus huestes no dejan de repetir por tierra, mar y aire el mismo mensaje: con los dos gobiernos de Aznar se crearon cinco millones de empleos; ahora hay cinco millones de parados. No es que no pudiera ser verdad (que no lo es), es que sencillamente es demasiado simplista. Incluso diría que demagógico. Las cosas son más complicadas. La situación de España no se arregla acudiendo al albacea. No se trata de elegir entre las herencias del pasado (ambas con sus luces y sus sombras), sino de averiguar cómo salir del túnel sin causar (todavía) más sufrimiento. Nos lo explicó hace algunos siglos La Celestina: "La ajena luz nunca te hará claro si la propia no tienes. No existe más linaje que las propias obras".

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