¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
‘Valencià’ significa valenciano
Las crisis son trituradoras de bienestar, y normalmente toda situación depresiva de la economía conlleva varios pasos hacia atrás que son de mayor longitud que los avances de cada periodo anterior, en los años de bonanza y crecimiento. Sucede como en los amores: cada unidad de bronca destroza, proporcionalmente, más de una unidad de amor previo. En la economía, el daño de la depresión se manifiesta a nivel macro: el PIB, la tasa de empleo o desempleo, la deuda de las familias y el Estado. Pero también en la esfera más epidérmica: la que la gente vive en su cotidianidad. La crisis del coronavirus ha obrado cambios que, en teoría, debieran ser coyunturales, o sea, pasajeros. Tras la destrucción debiera volver el ritmo y la creación. Pero hay heridas que no sanan; como las del amor, por seguir con el símil: hay cosas que tardan en cicatrizar, si acaban haciéndolo.
Sucede, pues, que algunos cambios sobrevenidos no son coyunturales, sino que son estructurales; o sea, permanentes, y el estado de cosas tras la tormenta -o el terremoto- coloca a las sociedades y la vida de sus personas en un estado peor, y de forma definitiva. La destrucción creadora de Schumpeter tiene un recorrido limitado: hay destrucciones que son para siempre, y no para mejor. Si, por ejemplo, la banca mutó tras la crisis de 2008 a un estado de menor servicio y amabilidad con el cliente, la crisis provocada de forma radical por la epidemia ha hecho que ciertos derechos, o meras costumbres, mermen para siempre.
Esta semana, el ministro de Seguridad Social, Escrivá, ha dicho las verdades del barquero -las diga Agamenón o su porquero-, y nos recuerda a los baby boomers que nuestras pensiones no están aseguradas al mismo nivel de quienes las cobran ahora: una generación, al menos, se va a quedar compuesta y sin silla al parar la música en el juego. Escrivá se retractó, o lo retractaron: "Tuve un mal día". Pero, como diría un Séneca de andar por casa, lo que es, es. También serán estructurales los cambios de muchos servicios de la sanidad pública, tan telefónica. O los de la otra seguridad social, la policial, con dotaciones capitidisminuidas, menguantes. Una pérdida ésta, la de las garantías de protección, que va de la mano del inquietante -al menos en su publicidad- negocio de las alarmas. En las crisis, la cosa pública se debilita y languidece. Lo privado ocupa el hueco, a su manera.
En las pensiones y las coberturas públicas está el verdadero reto de la política. Mientras, hablamos de pamplinas, Nos damos carnaza, carnazo, carnace.
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