Mercedes de pablos

Periodista

La Historia

Hasta el KGB abrió sus arcas, hasta la CIA tiene una fecha de caducidad en sus secretos

La memoria es un arte. Y no siempre realista. Me explico:hay una memoria personal, caprichosa, creativa y surrealista. La hay familiar, o sea compartida, a la manera de un caleidoscopio, que funciona mientras esa compartición no lo sea en voz alta. Si eso ocurriera -cena de Navidad u onomástica de la abuela, pongo por caso-, la imagen total de esa memoria común dejaría al Guernica de Picasso en mantillas, no tanto por lo abstracto como por lo tenso. Y hay una memoria social, hija del consenso o del "ordeno y mando": el sueño húmedo del totalitarismo es que sea inalterable, casi como una estatua (con pequeños retoques que la alivien de desafectos e indeseables) en lo que podríamos llamar brutalismo aunque nos majaran a tortas los Pérez Escolano y los Vázquez Consuegra. La otra, la memoria pactada suele ser rica en colores, texturas y brochazos, tipo La Parada de Seurat, que de lejos nos refleja una imagen reconocible y de cerca no deja de ser cientos de puntos, de vista en este caso que no de pincel.

No hace falta ser John Berger (en YouTube puede verse su serie Modos de ver, parece mentira la actualidad de esa casi reliquia de la BBC) para llegar a esta conclusión, pero a veces las palabras van por su cuenta y cuando decimos Memoria en realidad estamos hablando de otra cosa. Eso pensaba Santos Juliá que se encendía como una tea (controlada) si le hablaban de Memoria Histórica, un pedazo de oxímoron según él. No cabe conjunción, argumentaba, entre algo legítimamente arbitrario y el rigor científicamente demostrable. Sin embargo, tanto él como muchos otros de sus compañeros de Academia entendían que bajo esa expresión, más o menos afortunada según gustos, subyace una autentica falla en nuestra geología emocional, una anomalía democrática que había dejado a la mitad de un país sin duelo. Asignatura no pendiente sino suspensa en primero de convivencia.

Otra cosa es la Historia. Que es una ciencia y como tal no admite más posición ni diagnóstico que los que puedan ser probados. Precisamente a la muerte de Juliá, un politólogo que lo había admirado y querido, Fernando Vallespín, elogiaba el ímprobo esfuerzo de los historiadores, rastreadores de datos, privados de la especulación y amarrados a la fuerza de la prueba.

Y no se los han puesto fácil ni desde las universidades (donde hasta hace bien poco circulaban libelos infumables de nuestra Historia reciente) ni, muy especialmente, las instituciones, ese Estado que debía velar por la vitalidad de archivos públicos o privados que son el sustento de la Historia. Cada vez que nombran a un ministro de cultura hay un clamor pidiendo una ley de archivos que rompa tanta privacidad, tanto oscurantismo, tanto ocultamiento. Hasta el KGB abrió sus arcas, hasta la CIA tiene una fecha de caducidad en sus secretos. Es desde ahí, desde el rigor de la historia y la consistencia de los valores democráticos desde donde la Memoria y La Historia han de entrar en la escuela.

Aunque haya quien lo llame doctrina porque, tal vez, suponga que la Historia no es una Ciencia. O que les pertenece por completo.

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