¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Homenaje y reproche de Felipe VI a Juan Carlos I

El reproche fue recordarle que no está por encima de la ética. El homenaje, su defensa de la Constitución

El reproche del discurso parece claro. Felipe VI, cada día más Habsburgo y menos Borbón, tuvo que matar al padre delante de las cámaras, en un ritual de posmoderna telegenia no exento de la crueldad que el pueblo exige a sus reyes. Con esa mezcla de sonrisa doliente y alma severa tan suya, don Felipe dejó claro a Juan Carlos I que no está por encima de la "moral y la ética", virtudes que deben prevalecer sobre relaciones afectivas y familiares. Es lo mínimo que se le exige a una dinastía histórica que reina una nación soberana y democrática como España. Lo contrario, la preeminencia de la sangre sobre la ley, sólo nos lleva al modelo monárquico de los Corleone o de esos reyezuelos medievales que terminaban sus días en el cadalso. Un rey debe saber que su cuello siempre está amenazado por el filo del hacha.

No tuvo que ser un momento fácil el de la Nochebuena de 2020 para Felipe VI, como en su día no lo fue para el Rey viejo saltarse al conde de Barcelona en el orden de sucesión de la Corona. En unas décadas, probablemente, los historiadores escribirán que ambas traiciones, la del padre y la del hijo, fueron necesarias para eso que en tiempos de los caballeros se llamaba "el bien de España". Pero eso no significa que no estuviesen exentas de dolor. La historia de los Borbones españoles es la de una familia con cierta propensión a la tragedia, como los Kennedy, que es lo más cercano que tiene EEUU a una familia real. El poder, cuando se ejerce a través de los siglos, atrae al mal fario y a la pesadumbre. Que se lo pregunten si no a la casa de Windsor, a la que se le ha olvidado hasta el arte de morir.

Y el homenaje del discurso fue esa corbata azul que don Felipe lució, el color del estandarte de su padre. Nos gustaría creer que fue un guiño a la historia, al mejor recuerdo de su progenitor, el Rey que borboneando, entre veleros y amores, consiguió darle a España paz y prosperidad, una extravagancia en un país que, como tantos otros -Francia, sin ir más lejos-, siempre ha tenido propensión a la discordia civil. Azules fueron también las palabras dedicadas a la Constitución, con las que el Rey joven hizo la mejor reivindicación de don Juan Carlos. Parecía decir: cierto que mi padre se extravió en un laberinto de petrodólares y elefantes, cierto que perdió el aura de gran monarca, pero lo que perdurará no serán sus madrugadas con Corinna ni sus descuidos fiscales, sino la memoria de una Carta Magna que dio décadas de brillo a un país que vuelve a mostrar -qué aburrimiento- su tradicional gusto a agarrarse de los cuernos.

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