EL otro día me pasé una mañana en un hospital público andaluz. No por gusto, por supuesto, sino porque tenía que hacerme unas pruebas. En este último año he pasado por tantos hospitales que ya me estoy planteando escribir una guía literaria de los hospitales públicos de mi ciudad. Pero lo importante no es eso, sino que esos hospitales siguen funcionando de una forma muy aceptable: en un día de calor tórrido, el aire acondicionado estaba a tope y las esperas no fueron especialmente largas. Además, el trato que me dieron fue atento y cordial, pero eso no es una novedad porque es el que llevo recibiendo desde que empecé a tener problemas de salud.

Quizá mi experiencia no sea indicativa de nada, pero puedo asegurar que he pasado por tres hospitales y en los tres me ha ocurrido lo mismo. Es cierto que ha habido muchísimos recortes en la sanidad pública y que el personal sanitario ha tenido que hacer un gran esfuerzo para compensarlos; pero en general nuestros servicios sanitarios siguen siendo muy buenos. Quizá Suiza y Canadá están mejor que nosotros, pero no creo que haya ningún país de la Unión Europea que pueda alardear de un Servicio de Salud que esté a la altura del nuestro. Mi padre, que trabajó toda su vida en la Seguridad Social, no se cansaba de repetírmelo.

Ahora bien, ¿somos conscientes de esta realidad? Porque desde hace mucho tiempo se ha impuesto justamente la contraria, y se ha convertido en un nuevo dogma que la sanidad pública es un desastre. Y no sólo eso, sino que ha sido desmantelada por los recortes y prácticamente ha sido degradada a los niveles del Tercer Mundo. ¿Cuántas veces no hemos oído esas mismas palabras -desmantelamiento, destrucción- referidas a la sanidad pública? Y en cambio, ¿cuántas veces hemos oído elogiarla en las televisiones o en las redes sociales?

La Seguridad Social, igual que la educación pública, igual que las pensiones, no es un invento de la socialdemocracia, pero si no hubiera sido por ella, el sistema que tenemos sería mucho peor. Y aun así, la socialdemocracia se ha vuelto muy poco atractiva para los electores, en especial los jóvenes. ¿No será que no valoramos en lo que se merecen las cosas que se han conseguido gracias a ella? ¿Y no será que preferimos caer en la histeria y en el catastrofismo y nos negamos a ver las cosas que tenemos ante nuestros propios ojos?

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