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Hospitalidad

En 'Los muertos', Joyce creó un cuento acogedor, una de esas joyas en las que quien lee se queda a vivir dentro

Recuerdo haber visto Los muertos, la sensible adaptación del cuento de James Joyce llevada a cabo por John Huston -o quizás debería haber dicho Dublineses, porque los distribuidores españoles no se atrevieron a mantener el título original, The Dead, supongo que por considerarlo demasiado lúgubre-, al mismo tiempo que leía el libro que contenía aquella extraordinaria narración. Ocurrió algo curioso con ese volumen: yo, que considero un deber sagrado devolver aquello que te prestan, que contemplo con verdadero fastidio cómo no regresan a casa novelas que alguna vez he compartido, tardé meses, puede que años, en entregarle aquel volumen a mi amiga María, que me lo había pasado. Supongo que de manera inconsciente quería que aquella obra siguiera conmigo: al joven lector al que le había deslumbrado la espléndida pirotecnia del Ulises le maravillaba ahora la delicada sencillez con la que un veinteañero Joyce ahondaba con estos relatos en el alma humana. Ese final se me quedaría grabado. Con qué emoción, pensé entonces, pasa uno las páginas y se siente aludido: por mucho que creamos conocer a alguien no sabemos qué anida en el corazón del otro; todos convivimos, y ese dolor es nuestra historia, con el recuerdo de quienes se nos fueron.

Ahora, Navona ha recuperado el cuento de Los muertos en una edición primorosa con prólogo de John Banville y una magnífica traducción de Nuria Barrios. En su texto, Banville apunta cierto remordimiento que albergó Joyce, que creía que no había recogido en los relatos de Dublineses "ninguno de los atractivos" de su tierra, que no había plasmado, decía, valores como "su ingeniosa insularidad y su hospitalidad". Se adivina tras alguna queja del protagonista, Gabriel -"si quiere que le diga la verdad, estoy harto de mi propio país.¡Harto!"-, la voz del propio autor, pero el retrato entrañable que hace Joyce de sus paisanos en esa pieza se contradice con ese supuesto desapego. La humanidad de Gabriel, mostrada desde el principio, cuando mantiene una torpe conversación con la criada o medita con inseguridad qué palabras debe usar en su discurso, es la mejor guía para una velada que resultará memorable. Mientras se trincha el ganso o se come pudin, mientras se entonan canciones tristes, el narrador va destapando las pequeñas miserias y los pequeños anhelos de sus personajes, y el lector no puede sino enamorarse de esas criaturas tan llenas de vida, tan grandes en el fondo. Claro que Joyce supo reflejar la hospitalidad irlandesa, y no sólo en las anfitrionas, las señoritas Kate y Julia. Creó un cuento acogedor, cálido a pesar de la lluvia y la nieve, una de esas joyas en las que quien lee se queda de algún modo a vivir dentro.

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