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Ignacio F. / Garmendia

Humanismo

LA buena conciencia europea se ha movilizado a la vista de la imagen ciertamente insoportable de un solo cadáver, el del niño ahogado en una playa de la antigua Caria, que ha adquirido de inmediato, si cabe abstraerse del drama particular, una dimensión simbólica, como ocurrió con otras fotografías controvertidas -la joven bosnia ahorcada tras la caída de Srebrenica quizá sea el precedente más claro- que se transformaron en gritos mudos contra la fatalidad o la barbarie. Sobran ahora las consideraciones geopolíticas -no somos los responsables de la desgracia, que sin embargo nos concierne- y lo urgente es que la espontánea corriente de solidaridad con los desposeídos se traduzca en medidas de ayuda, más allá de los lamentos de los gobernantes o de los gobernados. De ambos, como se ve, depende la respuesta.

Dicen quienes lo han estudiado que el impacto en estos casos va remitiendo poco a poco hasta que vuelve la indiferencia habitual, se trate de guerras o de catástrofes naturales o de crisis de las mal llamadas humanitarias. Esto se debe, al menos en parte y sin entrar en las causas profundas de esa indiferencia, a la conversión de los hechos en noticias y al ritmo vertiginoso con el que unas son desplazadas por otras, pues está igualmente comprobado que a la conmoción primera sucede un cierto hartazgo y que la tolerancia de los espectadores bien alimentados, como demuestran las hambrunas cíclicas del continente africano, es limitada respecto a su capacidad para procesar las novedades relacionadas con una misma tragedia.

Tratándose de emigrantes o de refugiados, siempre hay quienes recuerdan -hacen bien- que los españoles tenemos un pasado en el que no siempre fuimos televidentes satisfechos y deberíamos por ello mostrar mayor empatía con la vulnerabilidad o el sufrimiento de los pueblos que pasan por situaciones parecidas o aun bastante peores, pero no es necesario haber experimentado el dolor en carne propia para sentir que nos atañe cuando es ajeno. Tienen razón los que apuntan que Europa se está jugando una parte de su crédito -que es alto, digan lo que digan quienes disfrutando de sus beneficios sólo señalan sus limitaciones- como proyecto de convivencia, un proyecto extraordinariamente difícil pero sin duda deseable y desde luego plagado de riesgos. El discurso que interpreta como debilidad la voluntad de integración o discute el imperativo, desdeñado por buenista, que no aconseja sino obliga a auxiliar a los necesitados, tiene poco que ofrecer frente al legado del mejor humanismo.

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