La ciudad y los días

Carlos Colón

ccolon@grupojoly.com

Icono sevillano

Torre Sevilla no es un nuevo icono de la ciudad, sino un edificio más entre miles idénticos que se alzan por todo el mundo

P style="text-transform:uppercase">ropongo a un estudiante de Arquitectura o de Historia del Arte la siguiente tesis doctoral: "Concepto socialista del icono arquitectónico sevillano". Para Monteseirín lo eran las setas y para Espadas lo es la Torre Pelli. Lo ha dicho al visitarla, profetizando que su entorno se va a convertir en "la manzana de oro de Sevilla". Vamos a ver, criatura: el icono arquitectónico es una pieza singular e identificable que se integra en un entorno hasta el punto de convertirse en su símbolo. Y la Torre Sevilla es un edificio más entre miles idénticos que se alzan por todo el mundo.

Para que usted lo entienda: iconos son Nôtre Dame (1345), el Arco del Triunfo (1830), la torre Eiffel (1889, en su día atacada, lo sé, pero diferente a cualquier otra estructura de hierro) y el Sacré Coeur (1873-1914). El Arco de la Défense puede que llegue a serlo, ya se verá, pero la horrenda torre Montparnasse y el asqueroso Forum Les Halles -errores que París no volvió a cometer- nunca lo han sido ni lo serán. Lo que convierte un edificio en un icono no es su antigüedad o modernidad, sino su originalidad y su capacidad de representación. Si cruzamos el Canal resulta que, pese a la antigüedad de la ciudad atestiguada por los mil años largos de la Torre de Londres, los iconos londinenses más famosos son de 1819 (Piccadilly Circus), 1845 (Trafalgar Square), 1859 (Big Ben) y 1894 (Puente de la Torre).

Sevilla, señor alcalde, tiene unos cuantos iconos universalmente reconocibles a los que su antecesor, con esa generosidad socialista para designar iconos, aportó las setas y la Torre Sevilla. El engendro de la Encarnación difícilmente lo será, además de fracasar comercialmente tras haber sido proclamada otra "manzana de oro"; y la Torre Sevilla jamás lo será. Ambos falsos iconos forman parte de lo que Llàtzer Moix denuncia en su recomendable libro Arquitectura milagrosa (Anagrama), en el que analiza el furor desatado en España desde los fastos del 92 y especialmente desde que el Guggenheim catapultara a Bilbao "de la grisura postindustrial a los brillos de la economía terciaria", desatando "una competencia desaforada para construir edificios más visibles, más grandes, más caros, diseñados por arquitectos estelares"; olvidando "el equilibrio entre forma y función y la finalidad última de la arquitectura: servir a los ciudadanos". Olvidando también, añado, su terrible impacto en los conjuntos históricos.

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