La tribuna

eduardo Osborne Bores /

Iglesia y santidad: a contracorriente

EL pasado día 27 fue, para muchos, un día de gloria para la Iglesia católica universal. Nada menos que sus últimos papas más carismáticos, Juan XXIII (1958-1963) y Juan Pablo II (1978-2005), tan distintos en su ministerio pero tan cercanos en su empatía, eran elevados a los altares como nuevos santos por el papa Francisco ante la presencia del cesante Papa Ratzinger. Los diarios del día siguiente titularon el acontecimiento como la canonización de los cuatro papas, y según las informaciones recibidas, se han batido todos los récords de asistencia de devotos en Roma y seguimiento por la televisión.

Dejando aparte el éxito objetivo de la convocatoria y su enorme impacto mediático, social y hasta político (nada menos que 93 delegaciones de los Estados en la ceremonia vaticana), y sin entrar a valorar la procedencia de las canonizaciones en particular y sus circunstancias singulares, cabe preguntarse el sentido que tiene la canonización en el seno de la Iglesia y el uso que de las mismas se hace de ellas, puesto en relación con la misión de ésta en el mundo.

La canonización es ante todo un acto de reconocimiento de la Iglesia a favor de un cristiano que se haya caracterizado por su vida ejemplar y su entrega a aquella y a la comunidad, que ve al nuevo santo como espejo en el que mirarse. La concesión está sujeta a ciertos requisitos, tanto sustantivos como formales. El procedimiento de concesión es complejo, intervienen diversos organismos y finalmente es otorgada por el Papa.

La canonización desde este punto de vista es perfectamente plausible en ciertos casos, sobre todo en los que son elevados a los altares a personas del pueblo que, por una u otra razón (casi siempre relacionada con el martirio o su identificación con los más desfavorecidos) son objeto de una devoción popular e indubitada que la Iglesia universal reconoce mediante su santificación en una ceremonia solemne ante los ojos del mundo.

En nuestra Iglesia particular tenemos el ejemplo de santa Ángela de la Cruz: mujer del pueblo que dedica su vida a Dios y a los pobres, objeto de la devoción de muchos de sus convecinos que ven en ella la imagen viva de la entrega sin límites a los demás, y que finalmente es reconocida por la Iglesia, primero como beata coincidiendo con la primera visita de un Papa a su ciudad (1982), y años más tarde como santa en medio del júbilo general del pueblo, todo ello previo cumplimiento del procedimiento formal establecido.

Contrastaba yo este procedimiento de canonización tan cercano a nosotros con el invocado al principio de estas líneas, y me surgen algunas dudas. La primera es en relación con la relajación de los requisitos de legalidad. Es sabido que el proceso de beatificación de Juan Pablo II se inició sólo unos días después de su fallecimiento en abril de 2005, motivado en gran parte por la gran demanda popular (¡santo súbito! gritaban los fieles en la plaza de San Pedro) pero también por la influencia de ciertos grupos cercanos a la curia. Benedicto XVI tuvo para ello que dispensar la disposición de la Constitución Apostólica Divinis Perfectionis Magister promulgada por el propio papa Woytila en 1983 que exigía el transcurso de cinco años desde el fallecimiento de la persona que se pretenda reconocer (antes el plazo era de al menos cincuenta años).

La canonización del papa Juan XXIII en ceremonia conjunta a la anterior ha sido vista por algunos como una hábil decisión del papa Francisco para equilibrar la decisión de su predecesor, la cual a nadie a se le escapa ha suscitado no poca controversia en los sectores más progresistas de la Iglesia, ni más ni menos que la misma que siempre ha acompañado al ministerio del papa viajero. Y curiosamente el proceso del papa Roncalli también ha tenido su dispensa, en concreto la que respecta al reconocimiento del segundo milagro exigido, y que lo tenía estancado desde hacía años.

Mi segunda duda tiene que ver con la primera, pues algunos nos preguntamos: ¿qué necesidad tiene la Iglesia de proceder de esta forma? O también, ¿no sería más lógico que cada canonización tenga su propio camino, con sus circunstancias concretas, siguiendo el procedimiento establecido? Así se evitaría, al menos, la suspicacia de algunos observadores en relación con la figura de Juan XXIII (el Papa Juan, el Papa bueno…), considerado poco menos que como un instrumento para apuntalar los procesos de otros, llámese Juan Pablo II o Pío IX.

A los que vimos la elección del papa Francisco como una buena nueva encaminada a profundizar en una Iglesia más cercana al mensaje evangélico de Jesús, nos desconciertan un poco estas celebraciones solemnes y mediáticas, tan cercanas al poder terrenal, aunque sirvan para el reconocimiento eclesial de aquel santo lombardo que, por sorpresa y en el umbral de la ancianidad, abrió la Iglesia al mundo con el anuncio de un nuevo Concilio.

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