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LA persecución delictiva de los famosos inspira una fascinación un poco enfermiza, quizá porque la imputación o la acción policial tienen la misma virtud que la enfermedad o la muerte: nos iguala más allá de la fortuna, el nombre o la fama. El mismo auto redactado en un humilde papel de oficina, con los mismos errores ortográficos y sintácticos, las mismas manchas de la imperfecta fotocopiadora del juzgado, sirve para comunicar la atribución de un delito a mí, a usted, a Isabel Pantoja o a Sean Connery. Ese valor igualatorio de la justicia, que redime en la tierra los pecados de la avaricia o la lujuria, es el mismo que ponen en duda algunos juzgadores e incluso algunos tribunales con sus decisiones extemporáneas o indefinidamente postergadas. Por ejemplo, el Constitucional y el Estatuto catalán. En el fondo todo debería ser tan natural como acusar a la Pantoja o a la más celebre de las reencarnaciones de James Bond de un delito tan característico de la codicia como el blanqueo de capitales. Pero no es así. Se suceden los movimientos oscuros, las dilaciones, los actos fallidos. Al final ha sido el Estatuto catalán el que ha dictado sentencia contra el Tribunal Constitucional después de cuatro años de retardos: o se renueva desde cero o no sirve para impartir justicia.

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