La tribuna

miryam Rodríguez-izquierdo

Improbables variaciones

AGOSTO empezó en el Tribunal Constitucional con una reunión del pleno. No se trataba ni de resolver asuntos de trámite ni de una amable despedida, previa al periodo vacacional, en la que magistrados y magistradas comentasen entre sí los planes de veraneo. Una vez más, en lo se había convertido en una preocupante pero intrascendente rutina, el Alto Tribunal tenía que decidir sobre la admisión de una impugnación del Gobierno contra una resolución del Parlamento de Cataluña. Una vez más, tras la admisión, el acuerdo del Parlament quedó legalmente suspendido en aplicación del artículo 161.2 de la Constitución. Y una vez más, tras la suspensión, los líderes independentistas se ratificaron públicamente en su insumisión a los dictados constitucionales del Estado español. ¿De qué había servido que los miembros del Constitucional postergasen sus vacaciones, idealmente señaladas durante aquel inhábil mes?

El paso del tiempo nos aportará su perspectiva sobre este relato, referido a la última semana de nuestra historia, y, quizás, solo quizás, esclarecerá si esos recursos ante el Tribunal Constitucional jugaron algún papel eficaz en el conflicto entre Cataluña y España, en su estado actual. Por ahora, lo único que se constata es que a cada nueva ejecución del programa separatista le sigue una demanda ante el Alto Tribunal y que ni las suspensiones cautelares ni las declaraciones de inconstitucionalidad de los actos impugnados desincentivan lo más mínimo a los promotores del plan rupturista.

Al contrario, las objeciones de la justicia constitucional española no hacen sino reforzar la determinación de los independentistas, quienes justifican su desacato en un mandato democrático que el pueblo catalán les ha conferido. Según su argumentario, tal mandato les fue otorgado en las elecciones autonómicas de septiembre de 2015, cuyo resultado legitimó a la mayoría independentista y calificó al resto de grupos catalanes de la oposición como minorías, ruidosas pero no impedientes. De esto se infiere que la legitimidad anterior, la constitucional y española en la que la minoría ruidosa era la suya, quedó apartada por una nueva, democrática y catalana, que negaba aquella previa de la que nació. Como es lógico, las resoluciones impugnadas, que emanan de la nueva legitimidad y se encaminan a romper con la anterior, son anuladas una tras otra por el Tribunal Constitucional, pues la razón de ser de ese órgano se basa en la primera legitimidad, la que la mayoría independentista niega y la que él debe preservar.

Ese es, a grandes, torpes rasgos, el eterno retorno por el que transitan los jueces constitucionales a cuentas del conflicto catalán, en un bucle elíptico del que ni pueden ni podrán salir siquiera por vacaciones. La justicia constitucional solo puede resolver sobre la ruptura de la Constitución anulando los actos que la intentan. Cuando existe una tensión entre quiebra y evolución constitucional, el juez constitucional puede facilitar la evolución, y evitar la quiebra, dentro de los límites permitidos por la interpretación. Forzados dichos límites, una ulterior evolución, como la que demanda el independentismo, únicamente puede lograrse con la reforma y un Tribunal Constitucional no puede hacer más que señalar los procedimientos a tal fin previstos en la norma suprema.

Lo explica el constitucionalista estadounidense Bruce Ackerman en su extensa obra We the People, donde expone que los procesos de cambio político en su país combinan dos planos: el de la política normal u ordinaria, en el que se decide sobre la gestión corriente; y el de la política constitucional, en el que se decide sobre los principios fundamentales. Tras leer a este profesor neoyorquino, vinculado a la Universidad de Yale, se deduce que el equilibrio, dentro de la normalidad, se consigue a través de la justicia constitucional cuando esta intermedia entre la política ordinaria y los principios fundamentales. Excepcionalmente, y llegado al límite de lo constitucional-posible, la conciliación ha de canalizarse a través de una reforma.

Así, el conflicto de España con Cataluña, y de Cataluña con España, hace tiempo que abandonó los parámetros de la normalidad y está fuera del plano de la política ordinaria, atascado en el de la constitucional. Y el Tribunal Constitucional ha expresado repetidamente cuál es el límite del texto de 1978 y de su Estado de las Autonomías. A partir de aquí, y antes de la ruptura, queda la reforma. Porque, como alternativa, arrinconar a las minorías, unas u otras, ante las mayorías de aquí o de allá, se presenta como algo incompatible con los elementos básicos de una democracia constitucional.

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