Ala la hora de la siesta, mi hijo me sorprende sentado frente al ordenador. -¿Qué estás escribiendo? -me pregunta.

Buena pregunta. Eso mismo me estaba preguntando yo. ¿De qué escribo en este día de agosto, cuando cualquier persona decente está en una playa, o en una fiesta en casa de una señora muy rica y muy de izquierdas? Repaso los temas posibles, pero ninguno me resulta atractivo. Quizá sea la hora, o el calor, o el sentimiento de asfixia mental que produce el calor. Voy buscando temas, pero me temo que ya he hablado de todos ellos, incluso de los más disparatados para un lector veraniego (aunque en verano el lector suele ser más condescendiente, o así lo espero). He escrito artículos sobre un grillo que vi en un jardín. Y sobre una pareja de abubillas. Y sobre una moneda con un cóndor de plata que mi abuelo guardaba en un cajón. Y sobre una canción de Nat King Cole, Corazón de melón, que una vez le oí cantar a mi abuela. Y sobre la flor que tienen los tamariscos que ahora se plantan en los jardines de algunas urbanizaciones. Y he escrito sobre…

Bueno, ya no me acuerdo de las cosas sobre las que he escrito. El caso es que tengo que hacer algo con urgencia. El tiempo pasa y llega la hora de cierre para mandar el artículo. Le pregunto a mi hijo, que juega a mi lado con sus muñequitos de play-mobil y una catapulta y un castillo:

-¿De qué escribirías tú?

-Hombre, esto está claro. De los indios.

Mi hijo es un experto en indios norteamericanos. Tengo amigos cuyos hijos -de menos de diez años- son expertos en coleópteros, en música caribeña, en helados con aspecto radiactivo, en cómics japoneses o en sofisticados programas de ordenador. Mi hijo creció mirando las fotos que Edward Curtis, a principios del siglo pasado, hizo en las reservas indias del Oeste americano, donde aún vivían los indios que habían crecido sin apenas contacto con el hombre blanco, indios que habían cazado búfalos y habían danzado frente al fuego. Si le preguntan, mi hijo sabe distinguir a un pawnee de un lakota, y a Gerónimo el apache (chiricahua, aclara él) de un cheyenne de las praderas. Su película favorita es Un hombre llamado caballo, aunque a veces prefiere Pequeño gran hombre. Y lo entiendo. En todos los niños -y por tanto en todos los hombres- vive oculto un cazador de las praderas, un piel roja (Kafka, creo, escribió sobre este deseo de ser piel roja que todos hemos sentido cuando éramos niños).

Pero es posible que este deseo no nos abandone nunca. Y en verano nos sorprendemos soñando con vivir de otra forma, sin un domicilio fijo ni obligaciones ni rutinas. Y soñamos, soñamos, como sueña mi hijo con sus flechas y sus bisontes, hasta que un día, muy pronto, nos toque regresar a nuestra monótona vida de rostro pálido.

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