EL socialismo catalán siempre ha tenido varias almas, y ninguna, salvo la que navegaba a comienzos de la democracia con la marca PSOE, especialmente autonomista. El equilibrio no existe ya en el PSC actual, sometido al complejo nacionalista, empeñado en competir con CiU y ERC en su terreno. El mapa social de la comunidad es obviamente distinto al de hace 35 años. Los nietos de aquellos primeros charnegos han roto las correas de la fidelidad al partido que supuestamente les anclaba a sus raíces. Hoy votan sin camisetas sentimentales sencillamente porque son de allí, del país.

Cuando tuvo la oportunidad de gobernar, Maragall cometió el error de querer ser más papista que el Papa. Y le coló a Zapatero un Estatut de máximos, cuasi constituyente. Montilla no fue más moderado. Y Navarro, sobre el papel afín a Ferraz, es la decepción final. Acusado de blando entre los nacionalistas del PSC, Rubalcaba le considera extraordinariamente molesto y sorprendentemente rebelde. El problema del PSOE es que ya no tiene un socio en quien confiar en Cataluña. No puede aspirar, por ejemplo, a algo parecido a lo del PP en Navarra con UPN. Necesita superar su esquizofrenia discursiva. Necesita vender el mismo mensaje en toda España.

O no. La cultura parlamentaria anglosajona tolera la indisciplina de voto. Diputados y senadores representan a sus votantes (a sus territorios) antes que a sus formaciones o incluso que al líder que les da cobijo. Es lo que exige Navarro en Madrid: votar en clave catalanista. Pero entonces debería ser consecuente. Aspirar a esa libertad de acción y pensamiento significa respetarla en toda su amplitud. Si Chacón se ha desmarcado en la cuestión del referéndum, bien podría invocar el mismo principio al que Navarro se aferra. Amenazar a la ex ministra con una expulsión del PSC, que es lo que en cambio ha hecho, retrata su profunda miopía o su descarada doble moral.