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DERBI Sánchez Martínez, árbitro del Betis-Sevilla

Opinión

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Inevitablemente, es cosa de dos

LA mayoría del Parlament considera que, tras las últimas elecciones autonómicas (2012), el pueblo exige la independencia. Para constatar tan crucial mandato, la Generalitat propone al Estado un referéndum aclaratorio. Celebrarlo consagraría la vía Quebec, consistente en acumular noes hasta alcanzar el liberador.

Los promotores de la secesión tienen parte de razón, igual que la tiene Madrid. Ni conviene negarle al ciudadano la posibilidad de reorientar su futuro, ni tampoco procede que una parte condicione al todo con planteamientos que afectan a esa secular suma. "No hay retorno", advertía ayer la comitiva catalana. Curiosa forma de apelar al diálogo. "Inicien los trámites para una reforma de la Constitución", agregaba Rajoy. Su alergia habitual a cualquier tipo de liderazgo.

Es cierto que Cataluña tiene su hemeroteca de miserias y glorias, como la tiene cualquier otro país sobre la faz de la tierra. Mucho antes de que el concepto de Estado-nación flotase en la conciencia de la ciencia política, los catalanes marcaban un camino diferenciado por su condición fronteriza (ejemplo: imperio carolingio) o por su bravura militar y comercial (fue más bien Aragón la región beneficiaria en los albores de la fusión).

Ya muy cerca de Westfalia y por tanto de la conceptualización, Cataluña vivió la mala experiencia de una independencia parcial: en 1640, el mismo año en que Portugal hace el petate tras su breve matrimonio peninsular y uno antes de la intentona del duque de Medina-Sidonia, parte del territorio (ni Lérida ni íntegramente Tarragona) pasó a la órbita francesa. Los borbones utilizaron al satélite catalán en el peor sentido del término. Un puñado de años después, Cataluña regresaba a sus viejas alianzas. Lo de 1714 fue distinto: hubo dos bandos, no una conquista española -tal y como falsea la iconografía nacionalista- y un castigo posterior del bando vencedor al sector vencido.

Con Utrecht, Gran Bretaña crea una puerta trasera para comerciar con las Américas. En ese mismo siglo XVIII, Sevilla y Cádiz pierden el monopolio ibérico comercial (excluida Portugal), y Cataluña aprovecha la ocasión. Tampoco les fue mal durante el Imperio: el músculo militar lo aportaba Castilla; y aunque España doblase a menudo los cabos de la bancarrota, la cuña del noreste podía parecerse más a Flandes o Génova que a los tercios y los capitanes alatristes. Que se lo pregunten al conde-duque de Olivares.

Cataluña, con los matices expuestos y otros muchos omitidos, ha estado siempre conectada al resto de España. Los voceros del adiós cabalgan a lomos de un bisonte sin bridas: quieren lo más porque entienden que vivirán mejor. Lo quieren por encima de la ley y el pacto constitucional. Mezclan razón y fantasía. Culpan al otro. Utilizan los medios de comunicación para alimentar al monstruo. Pero condicionan al resto, así que es legítimo que el resto se pronuncie, facilitando en la medida de lo viable una revisión del todo o, incluso, ese divorcio en apariencia tan anhelado.

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