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Rafael Padilla

Ingeniería social

LA tesis no es nueva, pero pocas veces la he visto expuesta con tanta claridad. Se ha debatido recientemente en las Cortes de Castilla-La Mancha la futura implantación en la región de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. En la discusión, José Valverde, el consejero de Educación castellano-manchego, además de reiterar afirmaciones ya habituales en el misal socialista (EpC "es perfectamente constitucional"; su contenido "para nada entra en conflicto con las familias") y de amenazar, ignoro con qué base legal, a los padres objetores, se permitió el lujo de ofrecernos la fundamentación teórica del invento. Señaló Valverde, en plena comunión con la ortodoxia vigente y tras negar el monopolio de los padres en la educación moral de sus hijos, que "el Estado tiene el deber de promover una moral pública", lo que no pugna, precisó, "con las diversas morales privadas que deben mantenerse en otra esfera". "La pregunta -concluyó el político filósofo- no debe ser tanto si la parte de la formación moral que corresponde al Estado es conforme a las posiciones religiosas o morales de los padres o tutores, sino si la formación moral que corresponde a los padres y tutores es conforme a los objetivos de la educación entre los que se encuentra el respeto a los valores constitucionales".

Sus argumentos, en mi opinión, son absolutamente rechazables por tres razones. En primer lugar, porque no existe ninguna norma en nuestro ordenamiento -no, desde luego, el artículo 27.2 de la Constitución- que permita sostener que el Estado deba promover una moral pública al margen de las morales privadas, ni que aquélla, en caso de discrepancia, tenga que prevalecer sobre éstas. En segundo lugar, porque esa hipotética "moral pública" se pretende hacer descansar sobre el "consenso social", definido obligatoriamente en cada momento por la mayoría parlamentaria, con los riesgos históricos archisabidos (piensen en la Alemania nazi o en las llamadas "democracias populares") que conlleva esa concepción "protototalitaria". Y, en tercero, porque incumple flagrantemente, lo niegue quien lo niegue, el número 3 del citado artículo 27 de nuestra Constitución.

No me opongo -¿cómo voy a hacerlo?- a que el Estado eduque a los ciudadanos en el respeto a los principios democráticos. Pero sí, y enérgicamente, a que por esta vía se aplique un verdadero plan de ingeniería social (véanse los decretos que reglamentan el contenido de la materia) que elimine por completo mi derecho constitucional a que mis hijos sean formados de acuerdo con mis propias convicciones. Está en juego, al cabo, el concepto mismo de libertad. Un logro formidable por el que, aun contracorriente y a riesgo de ser insultados y marginados, merece la pena seguir luchando.

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